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En México, todos los presidentes –unos más que otros- han ejercido el poder de manera autoritaria, llevados por su personalidad. Es lo que Daniel Cosío Villegas llamó “el estilo personal de gobernar”. No solo eso. Algunos presidentes sufren desconcertantes cambios en su personalidad que se vuelven –válgase la expresión- “un peligro para México”. Dos nombres me vienen a la memoria: Luis Echeverría y José López Portillo

 

Enrique Peña Nieto, cuando fue gobernador del Estado de México, no solo no fue buen gobernador, sino que, valido de los medios de comunicación (la televisión, primordialmente), hizo creer lo contrario. La imagen que mostró estaba distante a la real. Este engaño, reforzado con las encuestas a modo que en alguna medida contribuyó para que la gente votara por él, lo catapultó.

 

Aun así, la publicidad no lo hubiera hecho presidente si no fuera acompañada de un mal final de 12 años de gobiernos panistas, que si bien es cierto que estabilizaron la economía, también es verdad que introdujeron –o la acentuaron porque ya existía- la crisis de inseguridad más terrible desde los tiempos de la revolución. Ah, por supuesto que también contribuyeron al triunfo de Peña Nieto los errores garrafales de su más cercano opositor, Andrés Manuel López Obrador.

 

En las tres últimas elecciones, han sido elegidos para presidentes de la república personas señaladas como poseedores de defectos o padecimientos que riñen con el buen ejercicio del poder. De Vicente Fox –aparte de sus excentricidades e ignorancia manifiesta- se dijo que poseía un padecimiento psiquiátrico que lo obligaba a medicarse, lo que, obviamente, jamás fue comprobado. También se dijo que quien decidía era su esposa. A él se le culpa que no haya llevado a cabo la transformación política del país, que la tan mentada transición solo quedara en balbuceo.

 

Felipe Calderón, por su parte, fue señalado como alcohólico consuetudinario. No faltó quien le atribuyera severo complejo de inferioridad, el cual lo obligaba a sublimar tomando decisiones temerarias como la guerra emprendida contra la delincuencia organizada.

 

Enrique Peña Nieto, además de su evidente falta de cultura literaria, fue calificado como un tipo poco inteligente. A fines de julio de 2013, según el semanario Proceso, se le practicó tiroidectomía (retiro de la glándula tiroides, no de un nódulo, como en un principio se informó), lo que no le afectaría su vida, dijeron sus médicos. Cualquiera que se interese en saber la importancia de dicha glándula sabrá que las hormonas que produce intervienen en casi  la totalidad de las funciones orgánicas. Peña Nieto, de ser cierta la información, necesitará de por vida tomar tratamiento de substitución con las consecuencias que es dable suponer.

 

De Fox a Peña se ha exigido que los presidentes sean sensibles a la realidad, que intenten al menos imaginarla si es que no la pueden sentir. Si bien el presidente tiene asesores expertos en distintas disciplinas, así como colaboradores en las dependencias gubernamentales, también es necesario que posea un juicio y conocimiento propios para actuar de tal manera que su capacidad de reacción ante los problemas no solo se deba a su inteligencia, sino a la puesta en práctica de la ciencia y el arte de la política que posea. Esto, en condiciones de salud física, emocional, mental y moral.

 

Fox en su gobierno enfrentó varios problemas, pero quizá el mayor fue su amago de inhabilitar políticamente a Andrés Manuel López Obrador. Deshacerse a la mala del adversario echándole todo el aparato del Estado –incluidos los poderes legislativo y judicial, que se suponen autónomos- no solo fue exorbitante, sino un grave error en el que se mantuvo hasta su visita a Oaxaca el 26 de abril del año 2005, cuando un estudiante de primer semestre de leyes de la UABJO le salió al paso con una pancarta donde se leía: “Fox traidor a la democracia”.

 

Aunque se defendió de la  acusación, Fox la aprovechó para volver a la civilidad democrática. Aun así, el daño a su imagen y a su partido ya estaba hecho. Gracias al empecinamiento de Fox, López Obrador estuvo en un tris de ganar la elección de 2006, tan llena de irregularidades.

 

En México existe una ilegal, aberrante y enfermiza costumbre del poder ejecutivo de querer controlar a los otros poderes, aunque en el discurso siempre digan otra cosa. Es el muy estudiado presidencialismo mexicano, que Vargas Llosa rebautizó como “dictadura perfecta”, tan en boga hoy día. Los interesados pueden consultar los textos que al respecto escribieron Daniel Cosío Villegas, Carlos Fuentes, Octavio Paz y Enrique Krauze.

 

Sintiéndose los dueños del país –cual émulos de los tlatoanis aztecas-, los presidentes se creen con el derecho de hacer y deshacer a su arbitrio. En ese aspecto, ninguno de ellos se salva. Han sido años de sujeción del poder legislativo y judicial al poder ejecutivo. Quién no recuerda el besamanos que se hacía después del informe de cada 1 de septiembre. El apogeo de ese presidencialismo –hoy enfermo- lo protagonizó un personaje al que el vulgo atribuye fama diabólica: Carlos Salinas. De entonces a hoy, aunque se ha ido acotando dicho poder, no ha sido suficiente para evitar corruptelas e impunidad en él.

 

Calderón, sin duda, fue el presidente que más se empecinó en una política de seguridad que metió al país en una espiral de violencia. En su afán de combatir a la delincuencia organizada, con especial énfasis en al narcotráfico, puso al ejército y a todo el aparato de seguridad a librar una guerra que voces especializadas y sensatas le advirtieron que se pagaría alto costo. Mismas voces sugirieron fuera acompañada de políticas sociales entre la población, así como acciones concretas: combatir el lavado de dinero en los bancos y entre los empresarios ligados al narco. Poco se hizo al respecto. Por supuesto que la clase poderosa del país le aplaudió y le sigue aplaudiendo a Calderón, tanto así que el expresidente se la sigue creyendo dándose el lujo de criticarle al gobierno actual su estrategia de seguridad. El PRI, que no había dicho mayor cosa, le respondió en voz de su presidente nacional en estos términos: “Estamos viviendo las secuelas de su absurda guerra”.

 

Peña Nieto, ahora, a dos años cumplidos de su gobierno, da la apariencia de vivir en una especie de marasmo. Al parecer, aún no toca tierra una vez obtuvo de todos los partidos políticos la aprobación de las reformas estructurales. A ellas apostó y quizá cree que todo lo demás poco importa. Ni la caída en su aceptación (58% de la población no lo aprueba, según el diario Reforma) parece importarle. Quizá comulgue con el viejo lema del Porfiriato: “Poca política y mucha administración”. Ojalá no la acompañe con la otra frase tristemente célebre y escalofriante, también de don Porfirio para reprimir: “¡Mátenlos en caliente!”.

 

¿Qué mira Peña Nieto en su futuro y en el futuro de la nación? Difícil saberlo. Su decálogo para resolver la crisis adolece de acciones prácticas y urgentes para conseguir pacificar el país. No ha llamado al diálogo nacional, que urge. Parece estar inmerso en una realidad virtual cada vez más distante de los ciudadanos. En vez de hacer frente al horror de Iguala, se fue a China. Hasta hoy 3 de diciembre visitará esa ciudad, más de dos meses después de los sucesos que sirvieron de detonante para poner a marchar en las calles a medio país.

 

Gente enardecida clamando alto a la violencia, a la corrupción y a la impunidad. Manifestantes que, por ahora, no comanda ningún partido político, aunque es de sospecharse que estos estén a la caza de la oportunidad para llevar a cabo lo que bien saben hacer, gatopardismo: "Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie".

 

Nadie en su sano juicio cree que Peña Nieto haya causado todos los problemas que el país enfrenta en esta hora; sin embargo, a él le tocó estar allí para intentar –por lo menos- resolverlos. Sí, creo que se sacó la rifa del tigre. A mí me preocupa su notoria incapacidad de reacción. Es él quien debe dirigir el país, no los poderes fácticos ni, mucho menos, la delincuencia organizada. Si ese vacío de poder no lo llena el gobierno, no faltará quien sí lo haga y no para el bien de la nación.

 

Percibo a Peña Nieto atemorizado, no por la gente que marcha y grita consignas en su contra en las calles y lo atacan en las redes sociales, sino por los poderosos de México, aquellos que verdaderamente manejan este país no de hoy, sino de siempre. Me da la impresión, pues, que lo tienen del cogote o copete, que le saben muchas cosas, una de ellas –la punta del iceberg- la manera como él y su esposa –ni modo que no supiera- se hizo de dos propiedades inmobiliarias, una en Polanco y otra en Miami, USA. Al ser sorprendido como corrupto –así Cuauhtémoc Cárdenas lo defienda- en la alborada de su sexenio, no halla la manera de destrabarse del escollo. Pues, entonces, que ponga al frente a personas capaces. En última instancia, lo que importa es el país, no él.

 

La crisis de hoy tiene muchos años de generarse y por lo mismo muchos padres. El pueblo, los mexicanos, quiero decir, hemos participado de manera directa e indirecta, por obra y omisión, para que nuestros gobernantes sean como les ha dado su gana. No solo eso, sino que en México se les imita por lo que se vive siempre al filo de lo ilegal, todo porque se piensa que así viven los de arriba y que esa manera de vivir da caché.

 

Así, con esa mentalidad de tranzas y usufructuando el amiguismo, los compadrazgos y las palancas para el propio beneficio, no se puede construir un país capaz y digno que sea respetado dentro y fuera. Se requiere amar a México por encima de filias y fobias.

Presidencialismo enfermo

Juan Henestroza Zárate

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