Hay quienes anhelan que Ixhuatán sea ya una ciudad para tener a la mano todo lo que se necesita tener, esto es, bienes de consumo. Argumentan que cuesta dinero y lleva tiempo y riesgo ir a Juchitán -o a cualquier otra ciudad cercana- a comprar lo que se necesita. Los servicios bancarios, se dice, urge que existan en el pueblo en toda forma, no en Telecom, como hasta ahora. Muchos se entusiasmaron, pero pocos están contentos con el servicio prestado por un cajero automático instalado en el ayuntamiento, lo que confirma que “una golondrina no hace verano”. Igualmente se dice que se necesita de un hospital y de una extensión –por lo menos- de una universidad. La gente ya desea que el Cessas (Centro de salud de servicios ampliados) se transforme en hospital y que la universidad que tramitan algunas personas altruistas sea pronto una realidad. A veces, solo a veces, nos da por querer volar sin que antes nos hayan salido alas. Somos ixhuatecos, y yo creo que con eso ya dije todo.
Yo he escuchado decir a muchas paisanas vacacionistas que la vida es muy cara en Ixhuatán, incluso más cara que en el Distrito Federal y otras ciudades. Les doy la razón, con una pequeña observación: en Ixhuatán -como en muchas partes del mundo- hay productos caros, aquellos que aquí no se producen -verduras, legumbres y frutas, por ejemplo-, mientras que otros, los locales, son muy baratos: carnes, pescados y mariscos, aunque estos, también es cierto, ante la escasez, no tardarán en igualarse a los precios de la ciudad. Por lo pronto, los comerciantes lo ensayan en periodos vacacionales, lo malo de ello es que, una vez que se van los adinerados vacacionistas, nos heredan la carestía los ingratos.
En Ixhuatán desde siempre se ha comido muy bien. La desnutrición existente, que la hay en mínimo porcentaje es más por obesidad mórbida que por caquexia o raquitismo. La dieta del ixhuateco sigue siendo buena a pesar de las vicisitudes económicas por las que se transita en el pueblo. Ixhuatán es un pueblo donde se tiene muy arraigada la idea de hacer tres comidas diarias. No se sabe cómo –y, si se sabe, no es prudente decirlo-, pero es muy raro el ixhuateco que no consiga tal meta cotidiana. En los hogares más humildes no faltan tortillas, café, frijol, arroz, pescado y queso, no le hace que sea fresco si no se puede tenerlo seco. Tomar pozol, gustar un caldo de res o de gallina de rancho/patio, pancita/mondongo o un tapado de pescado sigue estando al alcance de muchas familias, por fortuna. Hay también lujos que, a la larga, resultan onerosos a la economía familiar: Coca-Cola, en vez de atole de maíz, champurrado o arroz con leche, caseros, mucho más baratos, sanos y deliciosos. La leche, solo para los niños, dice la conseja. Por la abundancia de ganado vacuno y no obstante ser intolerantes a la lactosa -antes de haber leche deslactosada-, los ixhuatecos la consumimos mucho sin importar pagar la consecuencia: pedos en ringlera que algunos llamaron pante.
Hasta finales de los años 70, las mujeres -no hombres- acudían al mercado mañana y tarde. Las mujeres llevaban un bonito canasto de bejuco en el cual iban platos de barro para la mantequilla, mole negro o de otra coloratura, fritos de iguana, armadillo, pijijes, chachalacas, tórtolas, cochito, barbacoa o cualquier otro alimento líquido, así como una botella para la manteca o el vinagre. El frijol, el queso fresco, el requesón, el chorizo, los chiles rellenos, los camarones, los pescados, los dulces como el de coco (nanixe) y el de calabaza se envolvían -es un decir- en hojas enormes de almendras o totomoste. El papel de estraza servía para el queso seco, las lisas o pescados de Rincón Juárez, el chicharrón y los panes hechos por manos de las señoras Luz, Juanita o Caritina. Las memelas, mengue, guetabingui’ y los totopos -cuando había necesidad de comprarlos- iban hasta arriba, clausurando los últimos el canasto, por lo que, cuando una mujer asistía tarde al mercado y se topaba en el camino con otra que había madrugado, le preguntaba: “¿Qué compraste, manita?”. Y la otra, ufana, levantaba tantito los totopos dormidos bocabajo y respondía: “Esto fue lo que encontré, jña. ¡Apúrate antes de que acabe!”.
No vaya a suceder que, al leer este texto alguien muy moderno -“burro propasado de inteligente”, diría el clásico-, exclame: “¡Pero, entonces, miríadas de moscas pululaban en torno a los alimentos en la plaza!”. Es verdad, moscas había muchas allí porque la gente entonces tiraba la basura orgánica en todas partes, cuando lo de hoy es tirar la basura inorgánica, que al final no sé cuál sea peor. Animales como puercos y perros tenían derecho de tránsito, por lo que dejaban tiradas sus deyecciones a ras de tierra. Hablando de perros, al final de la jornada eran ellos los encargados de limpiar -no el cobrador del municipio que andaba detrás de las morosas locatarias cobrándoles sus raquíticos impuestos- las mesas donde quedaba solo el rastro de los alimentos. Encaramados en ellas, lamían a conciencia cualquier sombra de sangre, grasa o molécula de sal. Eran ellos todo un espectáculo que a usted queda calificar. Así fue hasta 1989, cuando el ayuntamiento le puso al mercado protección de fierro y un hombre (o mujer) limpia y cuida de él todos los días.
En los domicilios también abundaban las moscas a pesar de que se les combatía con un veneno llamado Tugón, creo que más científico y dañino que la bolsa transparente llena de agua (invento forastero), que en los años 80 comenzaron a colgar en algunos domicilios. Si bien se fijan, se darán cuenta de que en Ixhuatán nadie combate a las moscas -ecologistas que somos-, ello solo ocurre en algunas casas y comercios usando el flit. Así, es raro el hogar que cuente con un matamoscas o el negocio que use una trampa eléctrica o cualquier otra cosa para combatirlas. Preferimos lidiar con las moscas tapando con manta los alimentos, lanzándoles manotazos o, como hacían -y siguen haciendo- las placeras, usando una rama verde, una hoja de almendra, un mandil o un palo atado en su punta tiras de trapos. ¿Vitrinas? Solo algunos las tienen.
Preparar comida para vender, antes, era guisar no solo buena comida, sino cada vez mejor comida. Por eso la fama de quienes las preparaban. Todo el mundo sabía quién vendía el mejor cochito, armadillo, frito de iguana, caldo y frito de res, pancita, pan, cemita, pan dxiapa, pite/tamal de elote, mantequilla, queso, camarón, frijol, memela, totopo, pescado asado, muéganos, caballitos, refrescos/raspados, yuca, dulces de limón, camote, ciruelo, mango, pimpo, tamal, enchiladas, atole, pozol, etcétera. Quienes se esmeraban en ofrecer un buen producto obtenía de recompensa una numerosa y fiel clientela. “No importa que camine hasta la Cuarta Sección para comprar comida”, decían en mi barrio, de la Segunda Sección, y viceversa. “Lo que cueste está una dispuesta a pagar porque bien lo vale”, también oí decir. Se cuidaba mucho la fama, cualquiera que esta fuera, cuantimás la de ser el mejor chef de cada una de las especialidades culinarias, porque eso fueron y serán nuestras cocineras: chef.
Las enfermedades gastrointestinales en aquel tiempo competían de tú a tú por el primer lugar con las enfermedades broncorrespiratorias. La mortalidad era importante, básicamente por infecciones por E. coli, tifoideas y amibiasis complicadas. Era natural que fuera así, ya que muchos animales y la gente misma defecaban al aire libre donde no solo se posaban moscas, sino que los puercos fueron también comensales privilegiados. El agua para consumo humano provenía de la corriente del río -filtrada con un pañuelo o manta si a ojo de buen cubero se le miraba sucia-, de los pocitos hechos en la playa del río y de los pozos que había en muchos domicilios. Aparte que el hábito higiénico-dietético de cada persona o familia dejaba mucho que desear.
Primero el doctor Gastón Fuentes Delgado y más tarde la doctora Graciela Matus Morales fueron los encargados de evitar que la estadística de mortalidad sobrepasara la media nacional. Los remedios caseros tomaron el camino del olvido. Puedo hablar de un antes y un después a partir de 1981, cuando comenzó a usarse en México el suero oral o sales de rehidratación oral. Aunado al uso de agua potable desde septiembre de 1971 en Ixhuatán, la disposición de un mejor arsenal terapéutico, un centro de salud y más médicos, el mejoramiento de los hábitos higiénicos-dietéticos de la gente, así como el uso generalizado de sanitarios con fosas sépticas, las diarreas tan temidas disminuyeron drásticamente en la población, no solo en las pocas familias que hervían el agua y se lavaban las manos antes y después de defecar o simplemente cuando las tenían sucias. Esta simple medida higiénica corta de tajo las posibilidades de enfermar de churrias.
Por supuesto que hoy día el panorama es completamente diferente a lo que se refiere a la dieta del ixhuateco. La carne más consumida es la de pollo de granjas foráneas; los jóvenes no gustan de las de patio o rancho dizque porque los animales comen cosas horribles. Hemos dejado de ser autosuficientes en maíz, jitomate y frijol. La calabaza –que, al parecer, reduce niveles de colesterol y triglicéridos en sangre- cada vez se siembra menos. No me extrañaría que el pescado y los mariscos que consumimos al final del día resulten contaminados por tantos pesticidas -que en países de primer mundo tienen prohibido usar y nos los venden-, siendo uno de ellos el DDT, que llevamos usando -descuidada, impune e irresponsablemente- por más de medio siglo. Por lo pronto, algunas leucemias y púrpuras ya han sido diagnosticadas, lo mismo que otros tipos de cánceres, sin saberse a ciencia cierta las causas, aunque se sospecha que se deba a lo que comemos y la manera equivocada como tratamos la tierra de cultivo.
En el mercado, hoy día asiste poca gente debido a que un ejército de vendedoras, más que de vendedores, pasan a vender a cada domicilio. Las familias pudientes son las que consumen más productos industrializados que compran en los supermercados cercanos. Los pobres comen lo que encuentran y aquello que existe en el mercado local. En teoría, en Ixhuatán no debe haber gente con hambre, ya que aún contamos con recursos alimentarios en río, lagunas, mar, monte. Hace falta organizarse para la explotación racional de dichos recursos y así asegurar la subsistencia de ellos y de nosotros. Pueden jurar que nadie vendrá de afuera a hacerlo por nosotros.
Cada familia eroga para alimentarse la mayor parte de sus ingresos. Estoy cierto de que, si caminaran los niños y jóvenes o usaran bicicletas para ir a la escuela, o evitaran consumir el enorme refresco negro y consumieran bebidas de frutas nativas, las familias comerían mejor y su salud, en consecuencia, sería óptima.
Hace falta más educación higiénico-dietética que prevenga no solo enfermedades, sino también que evite que niños y jóvenes tiren la basura inorgánica en la calle, como si esta fuera su casa, muertos de la risa. En fin, hay mucho por hacer, pero la solución, definitivamente, no está en hacer otro mercado. Con el que se tiene -construido en 1957 y al que se le añadió un retazo en 1975- basta y sobra a pesar de que, al parecer, los que casi viven en él no lo aman porque lleva años tirándose el agua del tinaco de los baños y nadie hace nada. Yo puse remedio alguna vez, pero no puedo hacerlo siempre. ¡Abur!