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Me pregunto: ¿en verdad los ixhuatecos somos sobrados de sí mismos, muy soberbios? Y, si ello es así, ¿por qué?

 

Al margen de lo que opinen los dedicados a las ciencias sociales; la psicología, filosofía e incluso la psiquiatría, en relación al comportamiento humano -en este caso de los ixhuatecos- yo quiero abordar el asunto desde una perspectiva digamos no formal, sino empírica. Me concretaré, pues, a contar mi propia experiencia al respecto, que es también una forma de hacer filosofía y ciencia, creo.

 

Pertenezco a la generación nacida en la segunda mitad del siglo XX. Ixhuatán, el pueblo, era entonces un conglomerado de familias llegadas a aposentarse en esta fértil y fascinante llanura. Lo hicieron quizá porque huían de guerras, delitos cometidos en el solar nativo, epidemias, dificultades económicas o simplemente por el deseo de querer cambiar de aires. Es decir, pura gente práctica y soñadora, o, como a mí me place decir: conquistadores. Esto dicho no solo en el sentido lato del término, sino en este otro, metafórico, que, por supuesto, me encanta: aquella gente capaz de renunciar al pájaro que se tiene en mano solo por querer atrapar el ciento que anda volando. ¿Entendéis?

 

Sin embargo -he aquí el primer reparo-, no todos esos conquistadores eran iguales en condición, así los uniera a casi todos ellos una lengua común, el zapoteco. Desde un principio hubo diferencias en dineros, talentos, oficios, color de piel, cultura y tamaño del pueblo de origen, sin contar que algunos tuvieran  un plus: hablar el idioma castellano y/o poseer lo que entonces era un lujo: leer y escribir en tal idioma.

 

Agricultores y ganaderos fueron los más destacados de tales conquistadores, por lo que pronto alcanzaron riquezas y la dirigencia del pueblo, endilgándoseles el calificativo de ricachos (por aquello de los animales de cuernos, pues). Fue cuando comenzó a formarse la famosa y selecta lista de ricos, una especie de clase VIP (gente muy importante, por sus siglas en inglés). De esta manera, los pescadores y demás gremios existentes -excepto los comerciantes, que, desde un principio, se esforzaron por cotizar en la clase VIP- pasaron a formar parte de una segunda clase -la “pobretada” la llamaron, no sé si despectivamente- que con su trabajo mantenía en la cúspide a los VIP, por lo demás, una realidad nada extraordinaria, ya que así ha sido siempre en todas partes del mundo.

 

Se cocía aparte un muy selecto grupo que de entrada diré no era amado ni por los ricachos ni por la masa trabajadora. Me refiero a los que sabían leer y escribir, los por mí llamados intelectuales, los cuales casi siempre se incrustaron junto al poder municipal y se insertaron en la escuela. Aunque no podrían ser calificados como pobres, su riqueza material, sin embargo, no apantallaba a nadie. Sí, en cambio, despertaban envidia sus talentos para la política y la facilidad para impartir los conocimientos adquiridos. Eran ellos, por decirlo de algún modo, un mal necesario en aquella sociedad clasista y discriminatoria. No solo eso, sino también significaban potencialmente un peligro, por aquello de despertar a los dormidos y generar conflictos de clase, claro.

 

Así, pues, ricachos, “pobretada” e intelectuales caminaban juntos, aunque nunca revueltos. Arropados por las mismas supersticiones y la religión católica que reforzaba a aquellas, así como las tradiciones que les daba identidad de pertenencia a la etnia zapoteca, el statu quo se mantuvo vigente por largos años. Mientras tanto, en un lugar lejano, DF, se elaboraban planes y programas educativos para dotar de mejores escuelas a pueblos como Ixhuatán. “Sacarlos de la ignorancia y el atraso”, rezaba la propaganda gubernamental. No consideraban que el atraso que entonces se tenía a pocos importaba, ya que había mucho que comer -y de lo mejor-, y la ignorancia jamás la sintieron porque eran felices con lo que sabían hacer bien para subsistir, que, al final de cuentas, es lo que importa. Otra cosa era que el gobierno deseara nivelar las condiciones de vida para alcanzar el tan cacareado progreso, el cual nos toca ver ahora en qué ha parado con las recurrentes crisis económicas, que desde 1976 -por lo menos- nos han golpeado.

 

Puedo asegurar que desde los años 50 los ixhuatecos comenzaron a interesarse cada vez más por educar a sus hijos. Una década después, en los años 60, mucho ayudó la obligatoriedad de la escuela, así como su laicidad y gratuidad ya vigentes -reforzadas con el uso generalizado de libros de texto gratuitos- para que la clase menos pudiente pudiera enviar a sus numerosos hijos -ocho como media- a instruirse. Coincide, además, con las demandas de una escuela secundaria y el establecimiento de la misma, así fuese nocturna y calificada para trabajadores, ya que los allí educados debían tener 15 años o más, lo que se conseguía con un acta de nacimiento adulterada, que la autoridad municipal estuvo siempre dispuesta a otorgar. Así, comenzaron a salir cada vez más ixhuatecos a estudiar una profesión -lo cual muchos lo lograrían sin requerir la presencia de sus padres-, la inmensa mayoría a la Ciudad de México. A resultas de ello, el profesor Cayetano González llegó a llamar a Ixhuatán “La Atenas del Istmo”, ya que tres de los primeros estudiantes salidos en la primera veintena del siglo XX, los hermanos Mario y Rubén Fuentes Delgado, el primero doctor y el segundo licenciado, así como Andrés Henestrosa, escritor y político, daban mucho de qué hablar con su buena fama nacional.

 

En los primeros años 70 hubo un punto de quiebre en aquella sociedad pacífica que se jactaba de que en su seno no existían pobres, sino flojos, en todo caso. Ello no solo por el decreto de restitución de tierras a los mareños del 11 de enero de 1972, con el que técnicamente el municipio de San Francisco Ixhuatán perdía su razón de existir, sino porque la población había crecido desmesuradamente y los recursos naturales que la sustentaban disminuyó drásticamente. De un día al siguiente comenzó a echarse de menos la abundancia de flora y fauna, como  consecuencias de la explotación irracional, la cual mostró su cara horrenda de la escasez. Y, aunque en el río, las lagunas y el océano, la abundancia de recursos pesqueros -camarón básicamente- duraría por más de otra década, ello tuvo que repartirse en mayor número de pescadores que no siéndolo originalmente tuvieron que recalar allí. Como quien dice un sector de la “pobretada” se tuvo que mover a otro ámbito -casi siempre trabajadores  del campo y de la construcción-: al mar. Más tarde, en los años 90 y los años 2000, ocurriría otro movimiento, ahora en sentido retrógrado, del mar al pueblo, esta vez para ocuparse los pescadores de los triciclos, primero y, más tarde, de las mototaxis.

 

Recuerdo que en los años 60 y 70 ocurrieron fenómenos sociales interesantes, sintomático de cómo estaba conformada la sociedad ixhuateca. Me detendré en tres de ellos por considerarlos elocuentes. El primero que abordaré es el de los ricachos que les compraban sus plazas a sus hijos, estas  casi siempre de Pemex, del magisterio o donde las hubiera. Este poder de compra -independiente del padrinazgo político o de otro origen-  ha sido bien visto y hasta la fecha se presume en el pueblo. No es, pues, nada vergonzoso tener un empleo, muchas veces sin más mérito que el dinero propio, familiar o la palanca de alguien. Lo contrario, el que alguien no aproveche oportunidades de este tipo lo hacen ver como tonto, si no es que francamente estúpido y poco ambicioso. Este es el vocablo que buscaba: el ixhuateco se califica a sí mismo como muy ambicioso, competitivo o vivo, en término coloquial.

 

También en aquellos  años de los que hablo, la gente pobre comenzó a enviar a sus hijas a las ciudades, casi siempre para ser empleadas en el servicio doméstico. Pudo ser el espejismo de la ciudad -que en ese tiempo deslumbraba a quienes nunca habían salido- o bien la ignorancia y la inexperiencia propias de la juventud los factores que se conjugaron para que algunas muchachas salidas del pueblo regresaran con lo que entonces jocosamente llamaban “domingo siete”, embarazadas, pues. Excepto en pocas familias donde la doble moral primó por sobre la realidad, casi todas esas muchachas llamadas injustamente “fracasadas” -sin nunca serlo- no fueron rechazadas en sus hogares. Por el contrario, las apoyaron siempre quedándose sus padres a criar a la criatura -“quien no tiene la culpa de nada”, dijeron siempre- como si fuera su hijo/a. Tan así fue que, cuando, más tarde, la muchacha conseguía con quién casarse, no fue raro ver que ese primer fruto se lo quedaran sus padres para facilitarle una mayor felicidad con su cónyuge. Borrón y cuenta nueva, como quien dice. No fracaso, repito, sino experiencia.

 

Asimismo,  me tocó ver en aquella época dorada del pueblo lo que bien podría llamar sobreprotección materna o defensa de los derechos humanos. Esta era evidenciada cuando el hijo varón -casi siempre- se quejaba con su madre de cierta rudeza de su patrón o jefe en su trabajo. No aquella rudeza que se vio en los tiempos de don Porfirio o posrevolucionarios, cuando el cacique o hacendado, rico, le pegaba con cuero o reata a su trabajador cuando este hacía mal lo que se le encomendaba. Ni siquiera aquella otra rudeza que esa misma clase de potentado ejecutaba en su interlocutor pobre si este se distraía y no lo escuchaba mientras él hablaba, esto es, una bofetada en la boca mientras, lleno de razón e ira, le decía: “¡Pendejo zonzo!”. No. El maltrato al mancebo quejumbroso era casi siempre por un regaño o un insulto, si no leve, al menos nada comparado a la retahíla de leperadas e insultos de viejos caciques. Pero sí, maltrato al fin que a la madre del quejoso le hacía hervir su sangre y proferir esta sentencia rotunda y contundente: “¡Ya no vas a ir a trabajar, acuéstate! ¿Quién es ese para que te insulte? ¿Qué él te parió? ¡Ya ni yo, vaya! Mientras tengas viva a tu madre, ningún pendejo te va a insultar”. ¿Verdad que aquí dan ganas de mandar a tocar una “diana diana con chin chin”?

 

Es lógico suponer que aquella división social generó no solo el bienestar de unos y otros -desigual, eso sí-, sino que también dejó un sedimento de resentimientos sociales, fruto este de la discriminación de unos y la envidia de otros. De ello nunca se enteró la clase social dominante y, a veces, hay que decirlo, ni siquiera lo pensó, y, cuantas veces lo oyó mencionar, sencillamente lo negó porque  le fue inaceptable. En cambio, la clase ofendida -con o sin razón- a veces solo por darse cuenta de su condición de subordinada reaccionó con rencor y consecuentemente con escaso o nulo agradecimiento, en cuanto fueron otras las condiciones sociales, políticas, culturales y religiosas imperantes. Se perdió el respeto, dicen con nostalgia quienes quisieran volver a vivir aquellos tiempos tan desiguales en oportunidades. Y, cuando uno o más miembros de los pobres escalaron socialmente, bien por conducto de la preparación profesional, bien por el arduo trabajo que produjo jugosos frutos, no pudieron evitar sentirse los nuevos ricos –o, por lo menos, aspirantes a esa selecta lista VIP-, que, dicho sea de paso, los pobres siempre se han burlado de ellos.

 

Aparejado a lo anterior, los nuevos enlistados casi siempre procuraron evidenciarlo mostrando sus bienes. También creyeron ver en derredor suyo a algunos ricachos que solo deambulaban con el don maltrecho, si no es que perdido. Tampoco pudieron evitar compararse y, fingiendo asombro, eso sí, crearon una historia, la cual refería que muchos hijos de ricachos no estudiaron una profesión, a pesar de tenerlo todo servido en bandeja de plata, mientras que ellos, y no obstante tener siempre todo en contra, sí lo lograron. En realidad, una secreta ansia de venganza se removía en ellos, así como un fuerte deseo de publicar -e  incluso gritar a los cuatro vientos- los logros obtenidos, aquello mismo que, por mucho tiempo, había sido un sueño, una ilusión y, a veces, hasta un delirio.

 

Sin embargo, la satisfacción para unos y otros -como todo en la vida- nunca jamás es redonda ni rotunda porque en ella subyace siempre un resto de insatisfacción que le dio origen y razón de ser. Los ricachos lo tenían todo, principalmente pedigrí social, ese algo que no se alcanza de un día al otro, sino que lleva generaciones adquirirlo. La membresía, pues, no se regala a nadie ni aun naciendo en el seno de ese tipo de familia. Los pobres, por su parte, tenían la cultura del esfuerzo y superación constantes, donde todo les había costado y nada les había sido regalado. Constatar tal realidad irritaba a los ricachos -no a todos, por supuesto-, que siempre que se requería hacían énfasis en el origen humilde de quien había escalado peldaños suficientes para ser respetado. La clase emergente también se enfurecía, aunque por el motivo contrario, toda vez que no sentía plena satisfacción, lo que en ocasiones la obligó a  buscar afanosamente mayor altura, fama y, a veces, en vano afán, desprestigiar a quienes ni siquiera los tomaba en cuenta. Juego de espejos, diría.

 

El progreso intelectual y/o la riqueza de los otrora pobres también generó en los ricachos de rancio abolengo un malestar que se intentó -no siempre- camuflar con palabras de lisonjas y enhorabuenas. Otros, en cambio, reaccionaron lento y siempre tarde porque no pudieron digerir que los tiempos y las circunstancias de las personas cambian, para bien o para mal. Olvidaron, o parecieron olvidar, que el famoso símil de  la rueda de la fortuna es verdad: no siempre se permanece arriba o abajo, sino que ella da vueltas, como dicen que la vida también lo hace. ¡Marometas!, dirían en mi pueblo. No perdonaron que aquellos que les llegaron a pedirles trabajo, préstamos en momentos de apuros, principalmente enfermedad, o para enviar a los hijos a la escuela ahora gozasen de otro estatus y no los miraran con la antigua sumisión a los que ellos estaban acostumbrados, sino con una mirada fija y retadora, de tú a tú.  Fue cuando acuñaron una frase rutilante con rescoldos de tiempos añejos: “Ya no se acuerda cuando andaba desnudo arrastrándose por el suelo jugando su caca”. Y, entre más lejana permaneciera la realidad en los ricachos, más la animosidad para quien había conseguido mejorar su condición social, por lo demás deseable en una sociedad que aspire a su bienestar.

 

Este resentimiento mutuo entre las dos principales clases sociales también tocó a la que arbitrariamente he llamado la clase intelectual. Ella se dispersó con los cambios habidos, buscando acomodo en distintos ámbitos, ya no junto o detrás del poder, sino en las escuelas. Al haber más gente educada y con conocimientos, no tuvo razón de existir a la manera antigua. En su nuevo domicilio, en cambio, sufrió una metamorfosis interesante que quiero hacer notar: tuvo un público no solo más amplio, sino con perspectiva de futuro. Pasó de servir a pocos a servir a muchos. Dejó de ser conocimiento práctico a convertirse en saber teórico generador de debates y de ideales. Claro que no siempre fue así. Asimismo, nunca ha habido un gran número de intelectuales, sino son unos pocos los ixhuatecos que han dedicado su atención a la juventud. Incluso, creo yo, todos han pasado desapercibidos. Pero su trabajo allí está, y de tarde en tarde se manifiesta con proyectos culturales, políticos,  sociales, ecológicos, de género, etcétera. No me digan que eso se adquirió mientras se araba la tierra, se lanzaba la atarraya al mar, se leñaba o padecía en las entrañas los rigores de la pobreza y el hambre. Hay que saber traducir todo eso, y es exactamente lo que hace un intelectual. Aunque el cambio social y político es posible en cualquier circunstancia, se requiere de la cultura para llegar a mejor puerto.

 

Nos llevará aún muchos años, como sociedad, reconocer las influencias que unos y otros han ejercido individual o socialmente en cada uno de los habitantes de Ixhuatán, se pertenezca a la clase social que se pertenezca. La lección de todo ello, pienso, es aquilatar el esfuerzo de unos y otros -a veces inconscientemente- para mejorarnos mutuamente.

 

Considero que ha valido la pena este itinerario -porque toda historia lo es- y sé que al final producirá lo que aún no tenemos: humildad y agradecimiento. Este no solo debe sentirse hacia la familia que nos ha forjado, sino también hacia el conglomerado de conquistadores que hicieron posible que en esta llanura fértil y hermosa, Ixhuatán, fundaran un pueblo pujante, competitivo, práctico a grado tal que a veces dan ganas de decir ¡ya párenle un poco! Reconocer, pues, los méritos ajenos y aceptar en uno mismo ese granito de arena que nos aportaron los otros es fundamental para el crecimiento espiritual, ingrediente necesario para la felicidad y el amor.

 

Aun sintamos envidia por quienes a claras luces nos superan en la acción o en los talentos, bien porque los consideremos suertudos por haber estado allí en el momento justo y oportuno o por considerarnos más capaces que ellos aunque sin suerte, hay que tener el talento, la humildad y el agradecimiento suficientes para reconocer esto tan elemental: de no haber sido por los logros de él/ella, de tal familia o grupo de paisanos, jamás se hubiera uno atrevido a explotar las potencialidades propias, ni siquiera nos hubiéramos dado cuenta de que las poseíamos. Dejemos, pues, de exhibir nuestro cobre y mostremos el oro que todos tenemos. Por lo menos démonos tal oportunidad. ¿Vale?

¿Quiénes somos, pues?

Juan Henestroza Zárate

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