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Llegó la hora de abandonar el rancho de Paso Mico e irnos todos a vivir a Ixhuatán. La tienda de mi tía Adelaida nos estaba esperando. Mi familia y yo abandonamos el rancho una tarde de diciembre del año 1962. Yo tenía 8 años.

 

En Ixhuatán, todo fue nuevo para nosotros, rancheros. Pasamos, de un día a otro, a tener otra vida. De ayudar a mi padre en la ordeña en las mañanas en Paso Mico, pasé a ser dependiente de tienda en el pueblo. Así fue como tuve a la mano la escuela.

 

La tienda era una casa de tejavana parada en una esquina en la Segunda Sección. Un viejo mojón de hormiguillo junto a una gran piedra de cerro lo delimitaba. Piedra y mojón servían de base a los juegos nocturnos de los chamacos, donde una noche Toyo, disfrazado de vieja, encandilado por la luz de la lámpara Coleman de gasolina de la tienda, fue a golpearse la cabeza, por lo que quedó sin sentido.

 

Las  dos calles que formaban la esquina aún no tenían nombre, lo vendrían a tener en 1972, cuando la del poniente fue bautizada Justo Sierra, y  Guillermo Prieto, la del sur, la cual se iba de cabeza al río, distante a pocos metros. Un roble, primero, y un flamboyán, después, crecieron frente a la casa en esa calle; en el día, allí jugaban los chamacos a las canicas y al trompo; por las noches, después de terminada la película del cine Lux o en noches de fiesta, cobijaban a las parejas de enamorados, sin distinción de sexo.

 

En la contraesquina de la tienda, una vez hubo energía eléctrica en el pueblo, Marcos, un homosexual que repetía la frase banal: “Lagarto en bicicleta”, que a muchos divirtió, instaló un burdel disfrazado de cantina. En él, después del mediodía, la sinfonola hacía de las suyas en el vecindario hasta la medianoche. Después  de las 3:00 de la tarde comenzaban a llegar en romería los devotos de las trabajadoras sexuales, en caballos o en los tractores de sus patrones, los que dejaban encendidos por horas. Eran tiempos de extraordinarias cosechas de sandía y proliferación de bebedores, a quienes les gastaban esta broma: “Tú ya estás bueno para ir de padrino de vejigas (globos)”, de tan abotagados que se les miraba.

 

Los chamacos vimos bañarse desnudas en el  río, solas o acompañadas, a las damas provenientes de otros pueblos. Por supuesto que uno que otro adolescente hecho y derecho, mientras miraba, “tejió una mascada”, se masturbó, pues. También nos tocó ver en la cantina a hombres serios y respetables quitarse la vestimenta y bailar a gogó al grito de: “¡Mucha ropa, mucha ropa!”. Hacían época “La Reynalda” y “La del Morral”: www.youtube.com/watch?v=wctbP8_1BVU y www.youtube.com/watch?v=h4MSOdJK8Pw.

 

Aquella casa en aquel lugar –que fue de na Nabora- por muchos años fue cantina –“centro de salud”; bautizarían a la cantina de mi padrino Héctor más tarde, frente a la iglesia de la Candelaria, llegando a tener fama de servirse allí botanas de tlacuache o cualquier otro animal de los que normalmente no se consumían en el pueblo, bien preparados, eso sí, por un hombre pícaro que no diré su nombre porque espero lo recuerden por sí solos. Lugar donde instalé en agosto de 1980 –cierto que en otra casa, esta seminueva, de tejavana- mi primer consultorio médico.

 

Esa casa-tienda de mi tía Adelaida que habitamos recién llegamos al pueblo es la que siempre asocio a la Navidad. En ella pasé la segunda parte de mi niñez, ya que la primera la viví en el rancho. Allí me tocó experimentar la atmósfera navideña y el fin de año pueblerinos.

 

Quien primero me avisaba de la Navidad era la estación de radio XEKZ con sus anuncios navideños. Le seguían los proveedores de nuestra tienda al regalarnos calendarios. Nuestro  máximo proveedor, don Nicolás Arismendi, de Ixtepec, confirmaba las festividades al regalarnos no solo calendarios, sino también cortes de telas para obsequiar a nuestras mejores clientas. Aquellas navidades fueron de mucho trabajo en la tienda para beneplácito de mi madre y malestar mío.

 

En aquel tiempo, no oí hablar de Santa Claus ni del árbol navideño, sí del nacimiento del Niño Dios y de los Reyes Magos. Algunas veces, parado a mitad del patio, busqué en el cielo la estrella que los guió hasta el pesebre. No pude identificar cuál de todas las que miraba había sido.

 

Una noche de un 5 de enero, mi madre nos dijo a los cinco hijos varones que los Reyes nos visitarían, que pusiéramos en la ventana del corredor nuestros zapatos para que nos dejaran regalos. Ante tanta emoción nuestra, nos tuvo que amenazar con castigarnos para poder conciliar el sueño y permitir la entrada a nuestra casa de dichos personajes. Al día siguiente descubrimos que todo había sido un cuento mal contado por ella. Mis fantasías giraban ya en torno a otro cuento: mi amor por una niña inalcanzable: “amor seco”, lo llaman.

 

Ha pasado el tiempo y, ahora, 50 años después, la música navideña me recuerda a la XEKZ. Traigo a colación los olores revueltos de galletas, petróleo, gasolina y café de la tienda. Vive en mí, nítido, mi pueblo sin energía eléctrica, con calles de arena y tierra transitadas en el día por carretas tiradas por bueyes, personas pidiendo “socorro para Santuario de Esquipulas”, hombres comprando puercos y mujeres mercando gallinas por docenas. No olvido aquellos amaneceres fríos y a veces neblinosos, rociados de sereno y anuncios de los señores Vidal y Alfredo. Me habita el eco de las procesiones nocturnas de las posadas, el entusiasmo y la alegría de los niños siguiendo La Rama y El Viejo. Ah, me persigue el inolvidable canto de los gallos que inundaban las horas bajo un cielo soberanamente apacible: con estrellas, constelaciones y luna.

 

Tuvimos casa propia –a unos pasos de la tienda- a partir del 23 de noviembre de 1964, justo un año un día después del asesinato de Kennedy, hecho que me dejó marcado, ya que oí decir a mi padre: “Fueron los rusos. ¡Ahora sí viene la Tercera Guerra Mundial!”. Y no. Lo que sobrevino fue mi interés en las noticias de México y el mundo. La radio de transistores fue, sin duda, la herramienta que me brindó la oportunidad de asomarme más allá de mi pueblo, ya que en ese tiempo solo conocía Reforma.

 

Nuestra cena simple de todos los años tenida en el rancho en el pueblo se convirtió en cena especial de Noche Buena: tamales de gallina con mole negro y huevo, acompañados de dulces de plátano, camote, limón, papaya y torrejas. Fue con estos dulces que recibí el único aguinaldo que conozco: 50 centavos dados por mi madrina Juanita o un pariente que recibía el plato de dulces de mi mano. Dinero que juntaba a lo conseguido por la venta de los productos de mis xixeas en los rastrojos (motitixia, a decir de Luis Cabrera), bien los de mi padre o los ajenos: mazorcas, tamarindo y ajonjolí.

 

A una generación anterior a la mía le tocó inaugurar las fiestas del 24 y 31 de diciembre, posibles gracias a la llegada de la energía eléctrica (1968). A otra generación le había tocado la fiesta de los estudiantes cada 10 de enero, la cual terminó en 1970. Fiestas realizadas en la plazoleta o en derredor del mercado público primero, y en el parque municipal, después. En ellas se daba cita casi todo el pueblo. En cuanto  abundó la gente y cada familia tuvo en su casa mayor progreso –entiéndase consolas u otros medios para divertirse sin el concurso de los demás- se acabaron tales fiestas. El golpe final lo vino a dar la discoteque.

 

Se fue la vida mía y  con ella la de mis contemporáneos. En  esta ocasión me divertí al recordar contraviniendo lo que dijo el poeta Jorge Manrique (1440-1479) en “Coplas por la Muerte de su Padre”:

 

Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte             

tan callando,

cuán presto se va el placer,

cómo, después de acordado,

da dolor;

cómo, a nuestro parecer,            

cualquiera tiempo pasado

fue mejor.

 

Otro poeta, solo que este nuestro, Andrés Henestrosa, en “Divagario”, el 19 de mayo de 1987, escribió: “Volver al pasado fue siempre triste, porque siempre el pasado fue mejor. Entristece recordar, evocar. Cuando la dicha envejece se llama tristeza. Al día siguiente la alegría se llama melancolía”.

 

En efecto, a veces recordar es triste, si lo que se recuerda son penas y dolores padecidos; o  la dicha perdida o jamás adquirida, por lo mismo añorada. Aun así, recordar el pasado es un ejercicio necesario –y valiente- para quien desea saber en dónde está parado hoy y qué camino emprenderá mañana. No olvidar penas y dolores, pero sin regodearse en ellos porque hacerlo es enfermizo. Y mi dicha y alegría –damas y caballeros-, aún no envejecen, no tienen arrugas ni canas. Si hay algo que añoro, ese es el porvenir. Gracias por leerme en un año de Facebook, que se cumple mañana 25, ¡Navidad! ¡¡Felices Fiestas!! Abrazos.

Recordaciones

Juan Henestroza Zárate

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