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In Memoriam

Sebastián Toledo

 

En el capítulo octavo de “El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha”, primera parte, se lee: “No se dejó de reír Don Quijote de la simplicidad de su escudero; y así le declaró que podía muy bien quejarse, como y cuando quisiese, sin gana o con ella, que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho que mirase que era hora de comer. Respondióle su amo que por entonces no le hacía menester; que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando y comiendo detrás de su amo muy despacio, y de cuando en cuando empinaba la bota con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. Y en tanto que él iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras por peligrosas que fuesen. En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno de ellos desgajó Don Quijote un ramo seco, que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le había quebrado. Toda aquella noche no durmió Don Quijote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse a lo que había leído en sus libros, cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas y despoblados, entretenidos en las memorias de sus señoras.

 

“No la pasó así Sancho Panza, que como tenía el estómago lleno, y no de agua de chicoria, de un sueño se la llevó toda, y no fueran parte para despertarle, si su amo no le llamara, los rayos del sol que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que muchas y muy regocijadamente la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse dio un tiento a la bota, y hallóla algo más flaca que la noche antes, y afligiósele el corazón por parecerle que no llevaban camino de remediar tan presto su falta. No quiso desayunarse Don Quijote porque como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas memorias”.

 

Cumplidos sesenta años, me ha dado por sustentarme de sabrosas memorias de felice recordación, diría Miguel de Cervantes en el siglo XVI. Ella me trae a don Sebastián Toledo, un hombre ya entrado en años cuando lo traté. Don Tian, como se le llamaba, fue un hombre de los de antes: recio y serio de carácter, nervioso, responsable como el que más, correoso de cuerpo, pero, eso sí, nunca dado a manifestarse bronco en su trato ni en público ni en privado; detestaba las burlas hasta en los niños, cuantimás en los adultos, a los que no dudaba en calificar de simples. No obstante ello, a su costa se contaba anécdotas. Una refería que un día fue a la tienda del señor José Luis a comprar cloruro de sodio. Y que, al ver que quien lo atendió no atinaba qué darle, don Sebastián le dijo: “Quiero sal común, sal de mesa, ¡bárbaro!”. También contaron que un su sobrino, del mismo nombre que el suyo, lo apodó él “Sebostián” porque, decía, “¡Sebos para que obedezca!”. El vocablo sebos, se sabe en el pueblo, significa negativa, necedad o esa otra cosa que algunos también saben.

 

Cuando pregunté en el pueblo -ya no recuerdo a quiénes- por alguien capaz para hacerse cargo de la biblioteca  Morelos -registrada así en mayo de 1959, y no José María Morelos y Pavón, como las autoridades municipales la llamarían con el tiempo-, todos me recomendaron el nombre de don Tian. Biblioteca abandonada a su suerte, la cual pedí en adopción a las autoridades municipales para rehabilitarla y ponerla de nueva cuenta en su local, este contiguo a la oficina del presidente municipal, al lado sur, que en otros tiempos sirvió de comandancia de soldados.

 

Yo no recordaba a don Sebastián, no obstante haber sido su vecino en el tiempo que viví con mi abuela Tina Amador.

 

“Nací en Ixhuatán y me llevaron a Las Palmas, un rancho; allá estaba cuando los rebeldes quemaron Ixhuatán (13 de abril de 1912, apuntó), según me contó mi padre, Federico. Tenía cuarenta días de nacido cuando eso pasó”, vino a decirme don Tian una vez que nos hicimos amigos. Gracias a él supe santo y seña de los personajes que conoció y de los que oyó hablar a sus mayores. Descripciones exactas, apegadas a una realidad que le tocó vivir, salpicadas de ocurrencias suyas. Supe también de acontecimientos ocurridos en el pueblo; sin embargo, nunca me habló de que su padre fue el primer agente municipal en la estación de bandera Cerro Loco, más tarde Sidar, perteneciente a Ixhuatán, en 1929. Y, por supuesto, me hablaba de sus lecturas. Además de Don Quijote, había leído varias veces el libro “Ocho mil kilómetros en campaña”, escrito por el general Álvaro Obregón, a quien admiraba sobremanera. Otro de sus héroes fue Hermenegildo Galeana, la mano derecha del insurgente Morelos, de quien se sabía al dedillo su vida.  “Así es, don Juanito”, me decía, mirándome a los ojos, lleno de respeto y curiosidad, al concluir sus historias, dispuesto siempre a responder mis preguntas y dudas.

 

Flaco como también lo soy y lo sigue siendo nuestro admirado Don Quijote, don Tian caminaba un poco de lado por las secuelas de una cirugía  pulmonar, según él mismo me contó. Poseía una sonrisa inteligente, de esas limpias que quedan como consecuencia de haber vivido y sufrido intensamente la vida. Sonrisa empapada de luminosidad dada por lecturas y charlas tenidas con los amigos, quienes bebían mientras él se mantenía sobrio. Don Tian, en su tiempo, fue un personaje, no solo por su manera limpia de vestirse y su estrambótico lenguaje, sino por ser uno de esos seres que necesitan pasar sin tanto brillo: de su casa al mercado, a dónde iba a comprar lo que su mujer necesitaba; de su casa a casa del peluquero Augusto Luis, donde coincidí con él y con muchos de su edad; de su casa a  la biblioteca; así todos los días, los cuales jamás harán rutina en alguien que lee libros.

 

Y don Tian vaya que leía libros, los tenía en su casa y, cuando tuvo la biblioteca para él solo, llenaba su ocio con lecturas.  Fue  de los pocos -quizá el único- que leía con fruición en el pueblo. Por eso, cuando hablaba, lo hacía con sabrosura. Porque don Tian no solo amó a la mujer, cual idealizada Dulcinea, sino a los libros donde halló quimeras, y, cuando no, su imaginación las forjó a la usanza del ilustre manchego. De ahí que a ratos fuera poeta de enamorados, a quienes, por cinco pesos, les componía acrósticos para la amada, conquistada ya o en camino de ser conquistada. De algunos poemas conservo copias.

 

Fue Don Quijote precisamente, mejor dicho, el saber que don Tian era aficionado de tal obra, lo que de inmediato ganó mi interés en él. “Lo he leído muchas veces, don Juanito”, me decía. Y, sin esperar más, tiraba párrafos enteros de la excelsa obra. Así,  comenzamos a recordar juntos pasajes que a uno y otro nos gustaban. Y un día, igual que dice la Biblia que se hizo la luz, coincidimos maravillados en esta frase que a mí me dice tanto: “(…) dio en sustentarse en sabrosas memorias”, frase que se convirtió en código entre nosotros, como dicen que lo tienen los masones y otras instituciones secretas.

 

Cuando se lo pedí, don Tian aceptó gustoso atender la biblioteca municipal, devengando un sueldo mísero de 10,000 pesos al mes, siendo el salario mínimo en la zona de 6400 pesos, mientras que, en el pueblo, el trabajador del agua potable del ayuntamiento ganaba 4000 pesos diarios. Aceptó, me dijo, porque realizaría un viejo sueño: incitar a la lectura a los jóvenes. Aceptó también porque deseaba pasar los últimos años de su vida al lado de su esposa, después de que por muchos años su trabajo había sido el de rejeguero en varios ranchos, volviéndose un maestro en el arte de amasar quesos para secar. Buen conversador que era, como Cervantes lo fue, en largas pláticas me contó mil y una peripecias tenidas en ese trabajo, principalmente en los años en los que trabajó con don Miguel E. Aquino, su sobrino, como siempre lo llamó. Incluso me proporcionó cuadernos donde narraba de puño y letra sus vivencias, muchas de ellas jocosas, al estilo cervantino. Cuadernos que por un tiempo estuvieron en mi poder -porque pensaba hacer un trabajo en torno a su obra- hasta el día que vino por ellos su hija Alfa, una vez que él murió.

 

Fueron casi 10 años (1985-1992) los que don Tian trabajó en la biblioteca. Se retiró no tanto por los achaques propios de su edad avanzada, sino porque enfermó seriamente su esposa y tuvo que atenderla. Tan es verdad que, cuando vino a verme para comunicarme su decisión de dejar el trabajo, sus ojos se le humedecieron. Padeció mucho por su compañera, me consta, ya que, con frecuencia,  me hablaba de los avances de la enfermedad en ella. Y, cuando ella finalmente falleció, contó siempre conmigo para sus cuitas. Cosa curiosa, ni entonces ni nunca me habló de la tragedia que ambos padecieron cuando, en la Ciudad de México, fue asesinado su hijo Julio, a quien aprecié mucho y sentí que él también me apreció cuando fui alumno suyo en la escuela primaria. Quizá esa su herida se negó a ser cicatriz en don Tian.

 

En la biblioteca, don Tian impuso disciplina a los jóvenes -silencio absoluto en la sala de lecturas-, bien o mal del agrado de estos. A diario se enojaba por eso a tal grado que sacó de Don Quijote una frase -la que decía serio y solemne- para etiquetar a los inquietos: “Malandrines pelafustanes que hacen alardes de sus fechorías”. Cuidaba de los libros viejos y nuevos como a la niña de sus ojos, los cuales, por cierto, enfermaron. Cuando algún usuario no llegaba a devolver lo prestado el día que él fijaba, iba a su casa por el libro dejándole a cambio un sermón con que el usuario quedaba -dirían Cervantes y don Tian- corrido de su desidia. Muchas veces le oí decir, muy molesto, que los chavales llegaban a la biblioteca solo a tener encuentros con el amor y no con el estudio. Yo le apaciguaba su santa ira, la cual le hacía enrojecer su rostro blanco cincelado por los años. No dudo de que también le calmara su corazón contrito, de ahí que comenzara a brotarle una sonrisa que dejaba ver su dentadura completa. Y terminaba de encontrar la paz definitiva al ponernos a recordar pasajes de Don Quijote. ¡Ah, qué buena medicina es la memoria y Don Quijote!

 

Entre los libros viejos se contaban los sobrevivientes de la antigua biblioteca; los regalados por doña Estela, viuda del doctor Mario Fuentes Delgado; los donados por el sacerdote jesuita Gabriel Gómez Padilla, ambos por mi conducto, así como los que regalé y me regalaron mis paisanos y compré con dineros que se me dio en una colecta que hice cuando fundé y dirigí el grupo cultural Sayabil (1980-1984) -manantial en lengua maya-: 160 volúmenes. En total, como 1200 ejemplares que, incluidas las revistas como “México desconocido”, los folletos y volúmenes de informes diversos enviados por el gobierno estatal y federal sumaban cerca de 2000 ejemplares. Finalmente, en 1986, a través  de la Red Nacional de Bibliotecas Públicas de la SEP se recibieron casi 3000 libros nuevos, que, sumados a los ya existentes, hicieron un total de 5018 ejemplares, según el inventario que personalmente hice para ser entregado al trienio 1993-1995, cuando di por concluida mi gestión voluntaria de nueve años, la cual inicié en 1984.

 

También reporté la existencia de los muebles que se recibieron junto con los libros nuevos -mesas y sillería de pino-, así como una enorme mesa de guanacaste mandada hacer por don Tian, resultado de una colecta que hizo en el pueblo una vez que me pidió autorización, mesa que costó 600 pesos. En esa ocasión me vino a ver un poco triste y decepcionado porque algunos ciudadanos ricos que visitó, no obstante ser profesionistas, le proveyeron dádivas de veinte pesos, según pude constatar en su rigurosa lista que hizo. Su viejo escritorio -donde don Tian guardaba sus antiguos lentes, plumas, un sello de goma, una franela vieja y una libreta ajada que era como su diario- también entró en el inventario, lo mismo que una escoba de palma, una cubeta y una jerga, con los que limpiaba el local. Ah, también un valioso grabado titulado “Paisaje mixe”, del famoso muralista mexicano Arturo García Bustos (1926), el cual fue donado a la biblioteca por el comité 1974-1977 del Círculo Ixhuateco, A. C., comité que lo recibió en donación  del licenciado Guillermo Pérez Verduzco, pintor del que, en mayo reciente, el Conaculta editó un libro ilustrado con una retrospectiva de su obra mural. Solo eso digo.

 

Un atardecer de abril del año 1995, me hallaba en donde, a partir de diciembre del 2001, se convertiría en la casa de la cultura Andrés Henestrosa. Hasta allí llegó a verme el doctor Federico Galué L. Me dijo que los vecinos de don Tian estaban alarmados porque, durante todo ese día, no lo habían visto y temían por él. Nos trasladamos a su casa y, de inmediato, autoricé forzar la cerradura. Entramos y sí, el hombre había intentado, en un último esfuerzo de su débil corazón, llegar hasta su cama, y medio lo había conseguido. Me detuve a presenciar lo que mi profesión médica me ha hecho ver muchas veces, pero aquel cuerpo que vi abandonado, indefenso y poderoso a la vez porque ya nada podía afectarle me conmovió hasta estrujarme el alma. Con don Tian partía no solo su soledad de sus últimos tiempos, sus secretos de hombre enamorado de la vida y del amor, sino un paciente obediente, un mentor, un amigo, un ejemplo de orgullo por lo que se es en la vida y no por lo que se pudo tener.

'Sabrosas memorias'

Juan Henestroza Zárate

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