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Durante mis años de estudiante en el DF, solo una vez me atreví a venir a Ixhuatán a pasar el asueto de Semana Santa. No lo hubiera hecho. Y, aunque ni por asomo padecí el Viacrucis que sufrió Cristo en el Gólgota –sufrimiento que se recuerda en estas fechas-, tuve uno hecho a mi medida, el cual, más de 40 años después, aún no olvido y quiero ahora dar cuenta.

 

Conseguir un boleto en la vieja estación de San Lázaro, allá en las inmediaciones de la hoy TAPO, no fue un trámite fácil. Los pericos, llamados así por ser de color verde los autobuses Cristóbal Colón, eran los únicos de primera clase que en ese tiempo llegaban al Istmo de Tehuantepec. Setenta pesos costaba el precio del pasaje a Juchitán, lo equivalente a 10 salarios de un jornalero en Ixhuatán o el consumo de 140 cervezas de un cuarto de litro o el mismo número de cajetillas de cigarrillos Alas, que yo vendía en la tienda; no existían descuentos a estudiantes, maestros o adultos mayores. ¿Aire acondicionado? Tampoco. ¿Buenos choferes? Siempre.

 

El viaje al terruño me emocionaba mucho porque sufría morriña y apetencia de Ixhuatán y familiares. En el pueblo no solo estaba enterrada mi placenta, sino que también deambulaba errante mi pequeña historia, salpicada de dolores como aquel que me producía un amor seco que padecí por una dama que nunca supo de mi existencia. No se me ocurrió entonces el refrán aplicable en estos casos; lo haría años más tarde. ¿Cuál? Aquel que dice: “Jalan más dos tetas que 100 carretas” (o sus variantes, que los refranes no tienen obligación de ser siempre ellos mismos).

 

Sin poder dormir durante el largo viaje de casi 20 horas, llegué al pueblo todo adolorido el Jueves Santo.

 

Aguachil comenzamos a ir los ixhuatecos en Semana Santa desde los años 40 del siglo pasado, a imitación de otros pueblos no solo de la región, sino del país, que en esos días santos buscan relajarse en las playas. Antes de esos años, todos quedaban en el pueblo a recordar, dolientes, la aprehensión, juicio, crucifixión, muerte y resurrección de Cristo. Fue el tiempo de las placitas y el judío –Judas en otros sitios-, el cual pasaba a ser autoridad en el pueblo, multando a quien infringía las normas morales que establecía: prohibido bañarse, trabajar y hacer el amor. Finalmente, el monigote era baleado y quemado el Sábado de Gloria en el atrio de la iglesia católica, guindado de un árbol de lambimbo mientras los niños eran azotados con una vara pelada al grito de: “¡Cabani Señor! (¡resucitó el Señor!)”.

 

“Corrupción de acuache”, dice Luis Cabrera (1876-1954) que significa Aguachil, al explicar que los acuaches son “culebritas del agua que siempre andan apareadas”, cuachi decimos en Ixhuatán; cuates, en otras partes. “Lugar donde posiblemente hubo alguacil”, me dijo Andrés Henestrosa, dubitativo. “Donde abundan las mojarritas”, me dijo, enfático, el profesor Celso Gómez Parada.

 

En casa, esa vez estaba todo listo para ir a Aguachil, solo que ya no en carreta, como antaño, sino en La Boa, el autobús de don Macario Ruiz. El otro permisionario del transporte, don Julio Nakamura, aún no transitaba la ruta con su autobús, Candelaria, lo haría al comprar uno nuevo al dejar el viejo para Aguachil. Y, una vez se trazó un mejor camino de acceso al mar, entraron al quite varios particulares. Entonces, contratar los viajes especiales se volvió chic, lo que hacía sentirse un gran señor/a.

 

En la playa la juventud, en un tiempo en que las muchachas eran llamadas cueras, y barracos, los jóvenes, se divertía de lo lindo jugando a hacerse caballo yendo detrás de la pelota de volibol o futbol; construyendo no castillos de arena, sino lo que les saliera; enamorándose o bañándose en el mar. Yo permanecía mirándolos a todos ellos, tomando nota memoriosa porque ¡pañú! –no había- cámara fotográfica para retratarlos; riéndome a ratos como un tonto que juega con sus ilusiones y fantasías, un poco como María Bonita, a decir de Agustín Lara, enjuagaba las estrellitas en Acapulco. Elaboraba la crónica de todo lo que ocurría a esa juventud donde en teoría pertenecía, pero sin participar en ella. El miedo, cual Monstruo del Lago Ness, me lo impidió entonces.

 

En aquella ocasión, en el momento que sentí aburrirme, hice lo que venía haciendo durante años. Primero fui a ver el faro ubicado al oriente y después el palo de coyol en el poniente. Mientras caminaba, hice lo que sabía hacer muy bien: buscar piedra pómez, ojos de venados, corchos, cables de seda, conchas marinas e icacos. Ni siquiera tuve valor de espiar entre el manglar a las mujeres a la hora de ponerse el traje de baño, menos cuando ellas “hacían número” (coito). Andaba solo o acompañado de algún hermano, a quien en todo tiempo –así me enseñaron- debía darle buen ejemplo. Tampoco lo lamento porque no faltó quien sí lo hizo y me lo refirió más tarde con pelos y señas, añadiéndole, por supuesto, su buena dosis de mentiras y exageración, tal y como deben condimentarse las buenas historias para que gusten y entretengan. ¿A poco no?

 

Durante mi niñez nunca falté a la cita anual en Aguachil; lo hice ininterrumpidamente hasta los 15 años. En ese año del que cuento, adolescente, mis camaradas me vieron allí todo largo y muy flaco, serio, con la camiseta Zaga puesta, con un short de esos que están a años luz de la moda, hecho de popelina en el pueblo por mi tío Nacho de la Cruz, quien también fue mi peluquero;  sentado en la playa mirando al mar, escarbando la arena con pies y manos, viendo pasar a mujeres con refajos o una toalla puestas como pareo, unas pocas con sombreros; buscando en lontananza el barco de las ilusiones porque aquel otro, El barquito de madera, era el restaurante de mi tío Noé Zárate, ubicado a una orilla del camino principal. Barcos pesqueros que algunas veces encallaban y la gente acudía a desbaratarlos. Solo una vez vi uno pasar cerca acompañado de delfines –tonina los llamábamos, no sé por qué, y los viejos referían que salvaban personas a punto de morir ahogados-, lo que alborotó a chicos y grandes. Los niños corrimos a la par que el barco agitando las manos y gritándoles hasta desgañitarnos.

 

Quemarse bajo los rayos solares –con todo y rayos UV- no era moda, sino parte de la diversión. Cuando aparecieron aceites y bronceadores fue porque se pudo presumir un cuerpo natural hermoso –si blanco y de mujer, mejor-, al tiempo que parecía gritarnos: “¡Ya conozco otros mundos!”; Veracruz o Acapulco, por ejemplo.

 

Padecer la miríada de jejenes o chaquistes en los campamentos bajo los árboles de carneros era otro boleto, lo mismo que la arena caliente y los abrojos entre los dedos, los nortes locos o la carencia de un escusado. En recompensa se podía contemplar la inmensidad del cielo y la luna más hermosa que la de octubre afamada por la canción, infaltable ella en esas noches de viernes.

 

Nadie se quejaba de estar incómodo en los campamentos, y quien se atrevía a hacerlo no era tomado en cuenta. Solo cuando cansaba su cantilena, su madre o padre se hacía cargo de la situación y, señalándole el camino, le decían: “Si no te gusta, regrésate al pueblo”. Entonces al malcontento/delicado no le quedaba otra cosa que pensarlo mejor. Terminaba quedándose porque caminar los más de 20 kilómetros del regreso no le era apetecible. Además, sabía que en el pueblo solo encontraría a viejos/as, enfermos en cama, embarazadas esperando la hora de parir, perros y gatos famélicos, aves de corral y quizás de mal agüero. Un pueblo fantasma, pues.

 

El agua del Ostuta, allá en el Paso del amor –en cuya orilla opuesta estaba el rancho donde viví mi niñez-  nos limpiaba del polvo del camino porque la sal se quitaba en Aguachil con el agua salitrosa de los pozos comunitarios, a veces en el pozo de excelente agua dulce de don Tancho Nieto que heredó su hijo don Tomás, quien no cobraba y cada Sábado de Gloria festejaba con una fiesta a su esposa doña Gloria.

 

¡Qué Sábado de Gloria aquellos! Pero en la noche, cuando las quemaduras de la cara y la piel mortificaban, se convertía en horas de lamentaciones, excepto para quienes tenían cueras e iban a la fiesta de Pasión Nanchi en Ixhuatán o Pasión Piñón en Río Viejo.

 

Mi  regreso al DF fue el Domingo de Resurrección. Ese día salí de Ixhuatán al mediodía. Había dos maneras de enfrentar el regreso: una, ir con anticipación a Juchitán a comprar el boleto; dos, arriesgarse e ir el mismo día del viaje con la esperanza de que hubiese un autobús extra o, de no haberlo, coger uno que fuera a Oaxaca y allá tomar otro. Solo los privilegiados –yo no lo fui- conseguían boleto mandándolo a comprar con Justino Nakamura o Rogerio Fuentes, el uno cobrador y el otro chofer de don Julio. O con alguien conocido de Juchitán. Era una larga fila tumultuosa la que había que hacer frente con un mismo resultado: solo alcanzaban boleto los favoritos de las despachadoras, casi todos ellos juchitecos. A desafiar mi suerte me dirigí ese domingo, doblado como mata de plátano agobiado por el peso de su racimo. Plátano de quien Andrés Henestrosa, en "Los hombres que dispersó la danza", entre otras linduras, dijo: “(…) pero cargado de frutos, el hombro inclinado, simuló siempre un Jesús vegetal camino del Calvario”.

 

Yo, no obstante haber vivido por tres años en Juchitán, a nadie conocía en la terminal. Y, cuando tuve allí a un conocido, Goyito, un muchacho de mi edad con discapacidad intelectual que servía como maletero, lo más que disfruté fue que guardara mis maletas mientras yo realizaba unas visitas o acudía a comprar al centro de la ciudad.

 

Ese domingo me encontré en Juchitán, a las 5:00 de la tarde, a cinco paisanos, todos ellos un poco mayores que yo y muy vividos. Despreocupados, me dijeron que me fuera con ellos en un autobús de segunda clase de Fletes y Pasajes. “Es el único que tiene boletos extras a México”, me dijeron. En efecto, allí encontré boleto para salir a la medianoche.

 

Como faltaba algunas horas, mis acompañantes ocasionales decidieron agotarlas en una cantina. Me invitaron y no pude decirles que no. Caminamos  hacia el norte y llegamos a un antro del que ya sabía de su existencia, pero al que jamás me había siquiera asomado: Rincón brujo. Había oído decir en la secundaria que las mujeres andaban desnudas y hacían el amor con quien les pagara.

 

Temblé de pies a cabeza ante la oportunidad que el azar me ofrecía. Virgen como era, mi mente no tardó en aumentar sus revoluciones. Pronto me vi entre la espada y la pared: hacerles caso a mis instintos o cumplir mi deber de hijo bueno. Mientras caminábamos, fui presa de una ansiedad, temor y angustia bárbaros. Mis paisanos ni en cuenta. Cuando llegué al punto de recordar que llevaba dinero suficiente para un mes en la ciudad, me paralicé. Mi madre, precavida o quizá intuyendo que su hijo “ya tenía peleas en la Coliseo”, como dicen los chilangos, ocultó con costuras dentro de mi pantalón el grueso del dinero. Imaginé el Calvario que sufriría si lo perdía por una aventura, un acto irreflexivo.

 

Yo había pensado vivir mi primera experiencia sexual con una dama junto al mar o en pleno campo, ¡no en un congal! “¡Entra!”, me ordenó no sé quién de mis paisanos. Di unos pasos hacia adentro fingiendo estar resuelto, amagando que iba a sacar dinero de mi bolsa. Por suerte, yo no era amigo de ellos, así que, en cuanto se sentaron en derredor de una mesa y unas mujeres los acompañaron mientras les servían cervezas, se olvidaron de mí. Aproveché el momento para salir deprisa no obstante haberle echado el ojo a una dama que me pareció la más hermosa de todas. Parada junto a un pilar, me sonrió con coquetería –por suerte no me llamó ni extendió sus manos-, y fue suficiente para que me asustara. A pesar de ello, durante un tiempo me pasé fantaseando en lo que hubiera pasado si ese día me estrenara esa mujer. ¿O será más conveniente decir me bautizara? Lo digo por aquello de ser día santo ese domingo del que os hablo.

 

En cuanto supe que no había asientos disponibles, por lo que el viaje lo haría de pie, amontonado con otros 10 o 15 pasajeros en el pasillo, avizoré la catástrofe. Comenzó mi viacrucis hecho a mi medida, ya lo dije. El autobús salió media hora después de lo programado. Oí a mis paisanos narrar, eufóricos y sin ningún rubor ni pudor, sus experiencias, apenándome por ser paisanos míos y por mi cobardía. Ninguno de ellos me preguntó nada y me desaparecieron en cuanto se quedaron dormidos en sus asientos.

 

En ese tiempo se viajaba por Oaxaca, por lo que se hacía un largo rodeo. Por suerte, nunca tuve problemas de vértigos por las muchas curvas de la carretera, solo me mareaban las femeninas, quizá porque nada más  las miraba sin atreverme a alargar la mano. Asimismo, ingería escasos alimentos y tomaba poco agua, ya que los autobuses no contaban con sanitarios. No sé cuántas estaciones –entiéndase pueblos- tuve que padecer en ese viaje; a mí me parecieron muchísimas, más de las que Cristo enfrentó.

 

La gente bajaba y subía del autobús, y nada que hubiera un asiento. Así que a ratos tuve mis caídas, sentándome en un brazo del asiento o en el de una persona que protestaba de inmediato. Otras veces de plano me senté en el pasillo de manera incómoda, ya que no podía estirar mis pies. No hubo una hija/o de Dios que se apiadara de mí. Me hizo falta un émulo de Simón el Cirineo o de Verónica. En  cada pueblo donde el autobús paraba despertaba de mi somnolencia para ver que nadie bajara mi veliz y dos cajas de comestibles que mi madre me encargó llevar. Renacía mi esperanza de que alguien hubiera llegado a su destino y me cediera el asiento. Nunca ocurrió el milagro tan apetecido. Mi buena suerte no viajó conmigo ese día no obstante ser días santos, y yo llevaba años de fantasear ser santificado un día.

 

En ese viaje conocí la angustia que da el temor a espacios confinados que, aunado al hambre, a una sed espantosa y al miedo a ser robado de mi dinero, me hizo vivir una pesadilla. Al llegar al DF, sentía muy extraño mi cuerpo y miraba el ambiente de un color distinto al habitual. Al dar mis primeros pasos, tembleque, por la avenida Zaragoza en busca de un taxi, salí de la pesadilla del viaje y entré a la tortura de cargar el veliz y las cajas, una de ellas con una enorme sandía, de esas que entonces daban fama a Ixhuatán; “sandía de Roncaglia”, se decía.

 

Una de las ciudades por las que teníamos que pasar, Tehuacán, ya era famosa en Ixhuatán no solo por su agua mineral, sino porque de allí venían las cajas de Huevos El Calvario. Caja de cartón que no solo servía para llenar de comestibles, sino también como veliz de pobre. El chiste era llegar al DF con cosas de la tierra y compartirlas con los familiares, quienes suspiraban al ver totopos, camarones, queso seco, pescados, mantequilla, cemitas, dulces, chorizo, tasajo, etcétera. Nada importaba que los brazos, al cargar tanto peso, quedaran adoloridos y entumecidos por días.

 

Después de esa experiencia, nunca más me atreví a venir a Ixhuatán en Semana Santa. Lo hacía en mayo –cuando en la escuela había vacaciones, las mismas que ahora existen- y en diciembre. ¡Adiós, Semana Santa! ¡Santo remedio!

Santa semana

Juan Henestroza Zárate

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