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Para quienes se llamen Juan.

 

El chikunguña me dio aviso el miércoles 17 –cual requerimiento del SAT– que me pasaría a visitar pronto, solo que, a diferencia de Hacienda, él se quedaría a habitarme por unos días. Ello fue al sentir unas punzadas dolorosas en las articulaciones de la parte distal de mi extremidad inferior derecha. “¡Ya me va a dar!”, pensé, estirando la pierna.

 

En realidad, desde el 7 de diciembre del año 2014 –fecha en que diagnostiqué clínicamente mi primer caso de chikunguña en una mujer de 32 años de edad–, yo ya lo esperaba, sabía que llegaría a verme tarde o temprano. Así que, durante más de seis meses, intenté burlarlo, alejar de mi persona a sus mensajeros maléficos, los mosquitos A. Aegipty y A. Albopictus.

 

Al día siguiente, jueves, mi cuerpo no me reportó más novedad que las de costumbre, lo cual me hizo suponer se había tratado de una falsa alarma. Recordé tener a mi favor un reciente monitoreo de mi estado de salud –estudios generales de laboratorio- que resultó ser excelente. Viví el resto de ese día con la confianza no solo de estar en condiciones de afrontar el mal, sino incluso de poder evitarlo, en un entorno adverso en donde muchos estaban enfermando.

 

El viernes fue un día de intenso calor seco y sofocante. Aunado a malas noticias generadas en el pueblo, no pude evitar sentir desasosiego. La descomposición y desorganización social afectan parejo y desalientan. A ellos atribuí el prurito que sentí a ratos en mi espalda en el transcurso de ese día.

 

A pesar de no tener deseos de realizar mis actividades físicas ese día, las llevé a cabo “más por obligación que por ganas”, como dice la gente. Fue esa la razón por la que la irritación de mi humor subió dos rayitas o lo que ello equivalga en malestar.

 

Antes de las 8:00 de la noche de ese viernes se soltó un aguacero, el cual vino a refrescar el ambiente y a aliviarme un poco de mis malestares. Pasadas las 10:00 de la noche dio principio en mí, de manera oficial, el chikunguña, un mal proveniente del continente africano.

 

Confiado de que mi sistema inmunológico estaba en inmejorables condiciones, me dispuse a padecer los mismos signos y síntomas que habían sufrido mis pacientes de mi consulta privada en poco más de seis meses: malestar general, fiebre de 39.0 GC o más, dolores en todas las articulaciones del cuerpo, rash cutáneo, adenopatía, urticaria y discreta disfunción del aparato digestivo (náuseas y evacuaciones menos consistentes).

 

A decir verdad, yo ya estaba esperando el chikunguña desde mucho antes de que llegara a Ixhuatán. Me había estado informando de sus andanzas por muchas partes del mundo, por lo que estaba enterado de que no respetaba a nadie, que derribaba a quien se le pusiera enfrente, lo cual me había tocado constatar clínicamente.

 

Como suele ocurrir con todos los padecimientos, estos se manifiestan de manera distinta en todos y cada uno de los enfermos. “No hay enfermedades, sino enfermos”, preconiza la medicina, y es verdad. Por mi parte, yo, enfermo, hago efectivo el dicho que asegura que los médicos somos los peores pacientes. En efecto, soy intolerante a la enfermedad.

 

Mientras me retorcía y doblaba del dolor a partir del amanecer del sábado, llegué a recriminarme por no haber hecho algo más por mí (parafraseando en sentido inverso a Juan Gabriel en la canción que muchos recuerdan). Pensaba: “Debí dormir metido en un pabellón y no en mi hamaca del corredor de la casa, si bien es cierto que siempre lo hice embadurnado del mejor repelente comercial de insectos que pude comprar y vestido con ropas gruesas como un peón de ciudad o un jornalero del campo”. Mezclilla que los mosquitos traspasan fácilmente.

 

Asimismo, culpé de mi sufrimiento al espantoso calor, a las escasas lluvias que ha habido este año y a la proliferación de insectos que han encontrado en tales circunstancias las condiciones ideales para reproducirse a su sabor.

 

Repasé qué fue lo que no hice bien y me di cuenta de que, cuidadoso como toda mi vida lo he sido, cumplí a cabalidad con mi responsabilidad ciudadana y consigo mismo. Por ejemplo, fumigaba con flit cotidianamente las habitaciones de mi casa y mi consultorio, máxime cuando diagnosticaba a un paciente con el mal epidémico. Mis tinacos de agua están tapados y no poseo cacharros  ni recipiente alguno con agua estancada; asimismo, disperso el agua que se estanca en la calle en las inmediaciones de mi domicilio.

 

Me fui un poco más lejos: mi falta de recursos para dotarme de un servicio de clima artificial, tan necesario en nuestro medio tropical. De refilón busqué en los otros –autoridades de todos los niveles y ciudadanos de todas las calidades– la falta de concienciación y cooperación para combatir un mal que nadie por sí solo podrá combatir nunca.

 

Por otra parte, pasé a examinar mis pensamientos de omnipotencia, los cuales corren paralelos a la ciencia. Ellos me hicieron creer que, por estar expuesto en mi profesión a las infecciones de diversa índole por casi 36 años, soy inmune a dichos males.

 

También desemboqué en la resignación. Pensé: “Aunque ningún padecimiento es benigno, ya que jamás se sabe a ciencia cierta las secuelas que dejará, con males como el chikunguña aplica aquello que usamos en medicina con los padecimientos llamados propios de la infancia: más vale padecerlos para después olvidarse de ellos”.

 

Mis esfuerzos, pues, no fueron suficientes, y finalmente sucumbí a la epidemia de chikunguña. Como quien dice, me volví uno más –etiquetado, eso sí, como “probable”– en una estadística que nadie lleva, por lo que ni siquiera me corresponde un número. Porque para la Secretaría de Salud de Oaxaca, hasta el 6 de junio de este año, solo había habido 268 casos de chikunguña en todo el estado, con lo que ocupa el segundo lugar nacional, detrás de Guerrero, que registra 539 casos, y arriba de Chiapas, con 175. Cifras en verdad ridículas, pero, eso sí, oficiales, esto es, comprobadas en el laboratorio –identificación del virus– como estipula la OMS.

 

Hoy martes 23, convaleciente del mal, o, lo que es lo mismo, recuperado en un 80 %, mientras escribo y cumplo mi compromiso semanal, recuerdo a un amigo mío, un hombre de 58 años que sufrió hace 25 años un serio y aparatoso accidente de carretera y sobrevivió. Escucharle decir que estaba agradecido con su Dios por lo que consideraba un gran favor recibido me hizo darle la razón esa vez. Otro amigo, un joven de mi misma edad, 32 años, quien también lo escuchó con mucha atención, le dijo: “Dichoso tú que ya pasaste prueba tan difícil y sobreviviste. Yo quién sabe si no en la primera me muera”.

 

Así me encuentro yo ahora con la urticaria en espalda, brazos y piernas aunque, eso sí, convencido de que estoy próximo a palomear un padecimiento más, salvado con éxito en  60 años de vida. ¿Cuántos ya suman? Imposible saberlo. Uno, porque no todos los males cuentan y cuestan lo mismo. Dos, porque cada mal se siente diferente con cada edad. Tres, porque el miedo a morir no siempre aparece, así el mal sea grave, ya que por instinto se piensa casi siempre en sobrevivir y no en morir.

 

En efecto, en la juventud, por ejemplo, cuando no hay entera conciencia del peligro de perder la vida –quizá porque no se aquilate lo inmensamente valiosa que ella es en sí misma–, se puede hasta jugar con ella, arriesgarla en el mejor de los casos. Es la temeridad innata que caracteriza a la juventud, no a toda la juventud, por supuesto.

 

En la edad adulta, si quien vive su vida lo hace no solo de manera gustosa y deleitable, sino de modo inteligente, lógico es que se aferre a ella como la hiedra a la roca. Entonces atesorará todos y cada uno de sus momentos, buenos, regulares o malos. No solo eso, sino que hallará sentido a su existencia porque se asignará un destino por cumplir. O, como lo vi expresado en Twitter recientemente, palabras más, palabras menos: “La muerte es un solo momento; la vida son muchos momentos”. ¿Su autor? Lamento decir que ya no lo recuerdo.

 

Solo quienes se han comprometido con la vida a vivirla en plenitud tienen en su mente proyectos por cumplir, aman al prójimo y a sí mismos, se entregan de manera cotidiana a todo lo que verdaderamente importa y agrada hacer, saben valorar todo lo que tiene etiqueta de bueno y desechan todo  aquello que está etiquetado como malo.

 

El arraigo biófilo es lo que hace pensar a la gente para no actuar de manera imprudente, precipitada e insensata, nada valiente, por lo demás. “Tengo mucho más qué perder que ganar” es la frase con que tales personas resumen su sabiduría del vivir. Y si a lo anterior se le añade el amor en todas sus manifestaciones, natural y comprensible es que el miedo a perder el máximo bien que se tiene invada y entristezca los espíritus. Pero no por mucho tiempo, ya que de inmediato se les revela el verdadero sentido que posee lo material: lo efímero.

 

Por todo ello, quien sobrevive en este mundo a enfermedades y contratiempos sociales de su época es aquel que ha sabido sortearlos con amor, con inteligencia, con pasión, con prudencia, con entrega. Es alguien que tiene como norte el bien común, sí, pero mide muy bien sus circunstancias, no arriesga en vano lo más valioso que posee. Para ello busca salidas inteligentes, y, cuando no las encuentra, la vieja sabiduría le aconseja esperar porque todas las cosas, al final, solas se acomodan, ya que el bien es abundante y magnético e inclina el fiel de la balanza a su favor. Siempre. Pensar lo contrario es apuntar al vacío: nihilismo.

 

Así, pues, sobrevivir al mal, cualquiera que este sea, es una batalla incesante que se da a cada instante, lo sepamos o no, lo comprendamos o no. De un momento a otro cualquier vida puede terminarse. Un virus, una bacteria, un accidente, un atentado o un meteoro golpeando la Tierra son solo algunas de las  causales de muerte.

 

Nietzsche (1844-1900) dijo: “Lo que no te mata te hiere de gravedad y te deja tan apaleado, que luego aceptas cualquier maltrato y te dices a ti mismo que eso te fortalece”. Traducido en términos médicos, yo diría: “La inmunidad que un padecimiento deja en un individuo que sobrevive puede ser temporal o permanente”. El que produce el chikunguña es permanente, esto es, nunca más se le vuelve a padecer una vez se le ha tenido. A menos, claro, que el virus sufra modificación (mutación, clonación, etcétera) por sí mismo o por el hombre. Entonces podría suceder lo que pasó con el dengue, que, de ser padecimiento autolimitado, se convirtió en peligroso al producir hemorragia.

 

Por último, recomiendo el siguiente ejercicio. Entre a esta página de internet: http://countrymeters.info/es/World. Una vez en ella, observe con atención los cambios constantes que la gráfica muestra. Deténgase primero en la barra que guste o desee –tome una rebanada del pastel estadístico, pues–; yo sé que al final mirará cada uno de los segmentos. Sé también que, como a mí me produjo, pensará en lo efímera que es la vida en este planeta. Y quizá, por qué no, hasta un escalofrío le recorra el espinazo al imaginar que tarde o temprano entraremos en esa estadística como un número más (¡oh, Pitágoras!), tal cual se miran en el cielo las estrellas o los granos de arena en los desiertos. ¿Verdad que contemplado de ese modo sí sobrecoge?

Sobrevivencia

Juan Henestroza Zárate

Tomada de www.familiascondiabetes.org

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