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Los seres humanos, tras bajar de los árboles, después de haber salido del mar, comenzaron a preguntarse cosas, que simple y sencillamente no interesan, que en todo el cosmos nadie se lo pregunta porque no  interesan; de ellas surgieron los problemas al querer responder a todo esto. Los humanos comenzaron a encontrar respuestas, aunque vagas, querían saber lo que los hacía feliz, ya que inventaron los sentimientos, se comenzaron a sentir vacíos, no sabían que es lo que los llenaba.

 

Una tarde, una muchacha caminaba por la calle Libertad, como la que anhelaban tanto los que pasaban por ella, sintiendo el vapor fresco después de una llovizna de verano, aquella joven de cabello negro, jeans ajustados, suéter azul y zapatillas deportivas encajaba en aquel paisaje de esa tarde de verano en que el pasto crecía, los pájaros huían, las nubes estaban tan arriba. No había tráfico, solo se oía el característico sonido de las gotas de agua al caer perdiendo su forma en unos segundos. El pintor plasmó aquel paisaje y lo envolvió con un olor a óleo y a tabaco, la joven seguía caminando, metió la mano a una de sus bolsas y sacó un cigarrillo, enmarcados con letras doradas, tomó un pequeño encendedor, lo observó durante un momento y lo encendió, las letras doradas comenzaron a ponerse grises y después, nada. Eh, aquí otro dilema, el pintor pensó que el paisaje había sido arruinado, mientras tanto, en la mente de Natalia, estaba la respuesta a todos aquellos infinitos problemas de la humanidad; siguió caminando hasta llegar a un parque, en el cual las hojas eran más verdes, las cuales formaban arcoíris invisibles por todos lados, sola ella  los podía sentir, verlos,  tocarlos, tanto que su mano se manchó de colores. Se limpió con unas hojas húmedas; tiró los restos  del cigarro consumido, se recargó contra un muro, sacó de su mochila un libro amarillo y lo abrió, fue allí  donde el pintor perdió el interés.

 

El pintor que retrataba paisajes nostálgicos con jóvenes hermosas, hoy se encontraba envuelto en una gabardina de color indefinido, tenía grises alegres y verdes opacos, en ese traje llevaba más que las gotas secas de sus cuadros,  toda una vida, envuelto en un olor a pintura.

 

Guardó  sus pinceles, cerró bien los recipientes de sus pinturas y metió todo en una caja, como las que usan los mecánicos; sacó otro cigarro, una caja de cerillos, tomó uno y lo encendió; cerró los ojos, aspiró una bocanada de aire y a través de sus párpados viajó a una tarde soleada y dulce con olor a ciruelos verdes, se vio siendo un niño, sintió pesadas sus bolsas, metió su mano a una de ellas sacando dos ciruelas grandes, eran verdes y rojas, se las metió a la boca comenzó a masticar y sintió un sabor agridulce tan real, cerró los ojos y escuchaba gritos vagos que lo llamaban -¡Vamos por más! Sintió  que en sus pies se hundían las pequeñas piedras que habían en el suelo, sintió como la corriente del rio arrastraba el silencio perpetuo de sus playas, fue el único que sintió el peso de los árboles llenos de aquellos frutos tropicales, exhaló y abrió los ojos, el humo se perdió en aquella atmosfera fría, tenía aún el sabor agridulce en la boca, sentía  el peso de aquellos ciruelos en sus bolsas vacías;  era de noche y él permanecía en la escuela, parado en medio de la plaza cívica, volvió la vista hacia los salones y escuchó una campana con un sonido dulce, dio unos cuantos pasos silenciosos y se vio envuelto en sudor, en caramelo,  sucio,  en niño, corriendo tras los demás, con la expresión: ¡ A ver quien llega primero!, la escuela se hundía en gritos por aquí, niños raspados por allá, olor a caramelo, todo era felicidad,  inocencia.

 

Volvió a abrir los ojos,  esta vez se encontraba solo; salió por el portón trasero de la escuela, guardó su maleta de mecánico en la cajuela del carro, entró en él, miró hacia adelante y respiró;  sin necesidad de cerrar los ojos viajó hasta aquel punto jombar, fuera de la institución.  Terminó  su pintura, no se decidía qué  flores pintar, quería iluminar las rozas de azul y las azucenas blancas, de naranja; fue esa confusión la que le hizo cambiar  su perspectiva,  sus ojos volvieron a la realidad, ya no era aquel joven, ahora era él de nuevo. Condujo  su automóvil por la calle Libertad hasta llegar al parque, allí observó a la chica de su paisaje, siguió su camino y dio unas cuantas vueltas por aquel pueblo en donde se hacía historia a cada minuto, a cada vuelta de rueda, a cada gota que se deformaba en el suelo, en aquel pueblo de árboles grandes y gente grande.

 

Llegó a su casa después de varios minutos, el café estaba sobre las mesa, lo miró fijamente, esta vez se vio envuelto en un calor, en un bochorno, en un día, en una tarde, en una chica, en amor.  Recordaba a esa mujer de ojos curiosos, de la cual no conocía ni el nombre,  a esa mujer que tenía el recuerdo de una noche de otoño en algún trópico callado, en donde las luces de las estrellas obscurecían el mar, esa mujer que tenía café en sus ojos, ese café puro, amargo, que solo él podía encontrar un sabor agradable, un sabor pegajoso que no lo dejó dormir por varios años, el vapor del café entró por su nariz le quemó el alma, le destapó los poros, bebió un sorbo y sudaba, pensaba en la chica del parque, pensaba en las tardes junto al río observando en el reflejo del agua un mundo distante.

 

Comenzó  a llover con más fuerza, Natalia ya no se encontraba en el parque, por las calles corría una sucia corriente de agua, se podía oír el ensordecedor ruido de la lluvia que fue subiendo de intensidad, cada vez más y más y más, hasta que el pueblo se inundó,  nadie podía oír a los demás. Hicieron  tanto escándalo, tanto ruido, se volvieron sordos y después ciegos, el ruido era el más silencioso e infinito, los habitantes del pueblo durmieron, soñaron y callaron.

 

A la mañana siguiente, el pueblo despertó, con la sorpresa que ya nadie era sordo, ni ciego, ni mudo, ni loco; en el pueblo aun merodeaban algunas almas y los campesinos iban esquivando charcos de ruido, de agua. El pueblo recobró la vida,  fue un día tan soleado que nadie se acordó que una noche antes había llovido.

 

El  pintor tomaba café por la mañana, no recordaba nada de lo sucedido, sólo compartía la locura de los habitantes, menos Natalia; ella llevaba una bolsa negra bajo sus brazos caminando por la calle Independencia. Aquel sábado por la mañana salió del mercado y se perdió más allá del parque entre el polvo galáctico, entre las rozas azules del pintor, entre la gente.

 

Por la tarde una llovizna ligera comenzó a caer, ahora la gente estaba despierta, Natalia salió a dar un paseo, el pintor salió sin su carro y sin sus pinturas, los dos tenían el mismo destino, el mismo final, él iba caminando por el parque, vio a la chica recargada en aquel muro, sosteniendo un libro entre sus manos, se acercó a ella,  el título del libro era: Pedro Páramo él se acercó,  comenzaron a hablar del libro, de sus personajes, de su historia;  después de pintura, de preguntas y repuestas. Ella recordó, él también; el pintor le dijo lo que le hacía feliz, lo que podía hacer mucha gente, él plasmaba el mundo, las formas, las texturas, todo, hasta el mínimo detalle trataba de hacer. Él siguió contándole muchas cosas aquella tarde fresca y agradable, ella lo escuchaba atentamente. Después  ella  le contó la gran respuesta en silencio, con gestos y murmullos, todo el pueblo la supo, de todas las cosas se enteraron.

 Comenzó a caer la lluvia, las gotas kamikaze caían cada vez más y más y más, los dos salieron corriendo de allí, ahora ya no había suciedad, los arcoíris invisibles se derritieron bañando  las calles con colores dorado neón, se derritieron las casas, los pobladores y la chica se fueron con la corriente.

Ahora  el pintor ya no recordaba,  ahora soñaba.

Sueños de verano

Franco Carrasco Aguilar

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