De un tiempo a esta parte me nació decirle tío Puli, tal y como muchos lo conocen en el pueblo y a mí me place nombrarlo. Su figura, ahora cansada, tiene casi 94 años de manifestarse en Ixhuatán. Tiene puesta una cachucha que cubre su cabeza completamente cana, de buen tamaño, eso sí. Sus pequeños ojos me obligan a detectar en él la ternura que deposita en sus palabras dichas en tono suave y firme, en sus pasos de anciano que requiere de un par de muletas para darlos.
Solo un momento en nuestra charla la mirada de tío Puli se empapa de emociones, capaces de derrumbar al hombre fuerte que fue ayer. Es cuando escapa de él un hilo sentimental –manifestado en lágrimas pudorosas que solo asoman a sus ojos cansados- a la hora que me dice que, al cabo de tres años de aprendizaje del oficio de la talabartería allá en Tonalá, Chiapas, su tío y maestro Juan Henestrosa Toro le expresó: “Ahora sí, hijo, ¡te vas a trabajar!”. Me mira con azoro y yo, no sé por qué, pienso en su madre y en el gusto de ella por tenerlo de vuelta.
Fue este su tío Juan, llegado a Ixhuatán en 1935 acompañando a su vez a un su tío también de nombre Juan, pero de apellido Caballero, quien lo arrancó del pueblo –entiéndase de los brazos de sus padres, Teófanes Delgado y Vicenta Ruiz, y de sus hermanos, que fueron seis, él el segundo- cuando contaba con 14 años de edad. Así me lo dijo: “Ellos vinieron con la ‘polaca’ (juego de azar) a la fiesta de la Candelaria. Mi tío Juan vivía en Tonalá, y el tío de mi tío, en Arriaga. Era talabartero mi tío y su patrón, Miguel Vera, tenía trabajando a 18 operarios en su taller, siendo mi tío el maestro de todos ellos. Allí se curtían los cueros en dos pilas y también se compraban ya curtidos al chino Antonio Wong”.
Su memoria prodigiosa y su lucidez impecable hacen posible que me proporcione detalles del tamaño de dichos cueros, la manera como se cortaban y cómo eran vendidos a la clientela. “Se estilaba hacer huaraches pie de gallo”, me dice como para que me dé cuenta de que está hablando de muchos años atrás. Ah, también me recuerda que Francisca Martínez fue la esposa de su tío Juan, este venido de Juchitán a vivir a Ixhuatán como todos los de esa familia. Cuando me dice “Un hermano de él fue marimbista en Tonalá”, de inmediato recuerdo a Andrés Henestrosa, quien refiere que un hijo natural del profesor Juan Henestrosa Pineda fue violinista. Me emociona encontrar eslabones perdidos de mi familia donde menos me los imagino.
El tío Puli cuenta que su maestro-tío aprendió el oficio de talabartero en la ciudad de Oaxaca; lo hizo en compañía de don Felipe Pérez. A este acudía en un principio el tío Puli para que le facilitara sus herramientas, ya que él era pobre y no las tenía, me dice. Su tío lo obligó a aprender bien el oficio en tres años, no en seis meses, como lo hizo don Felipe, refiere. Aprendió a hacer todo lo que un buen talabartero debe hacer: monturas y sus accesorios, huaraches de todos tipos, carteras; fundas para cuchillos, machetes, navajas; aprendió también a hilar bien el hilo o pita y así poder hacer letras y cuantos adornos requirieran sus trabajos, estos, a solicitud de solo unos cuantos –citó a cinco o seis- que sabían apreciar y pagaban por la calidad.
El tío Puli me enseñó fotografías de algunos de sus trabajos –monturas con su nombre y fundas con la de sus propietarios-, refiriéndome que cada vez trabaja menos, imposibilitado por la edad. Mientras las fotografío me doy cuenta de que fue un excelente artista del cuero. “Así me lo dijeron varias personas que vieron mi trabajo”, me dice, orgulloso, sonriendo. En ellos se nota la calidad que solo se consigue con mucha dedicación y amor a un saber que, por desgracia, tiene en él a un último representante en Ixhuatán. Me muestra los cueros disecados de varias serpientes: sabanera, mazacuatas y víboras sordas, de distintas edades, texturas y colorido que admiraron mis sentidos. Se deja fotografiar él mismo explicándole que la semblanza la publicaré en Facebook, lo que evidentemente le halaga y le sonroja levemente su piel blanca.
En nuestra conversación no escaseó la risa como cuando el tío Puli dijo que su hija Yesenia, una vez que él se ausentó de su casa y taller, se atrevió a elaborar un cinturón: “Le quedó tan bien que el cliente que llegó a comprar uno escogió el de ella”, dijo, riendo. Aun así, ninguno de sus hijos aprendió su arte, quizá porque se fueron a estudiar fuera. También reímos cuando le pregunté algo personal, el año de su matrimonio, y él, espontáneo, me dijo: “¡Ya no me acuerdo!”. Ello quizá porque antes de casarse vivió varios años en unión libre con la que fue su esposa, la tía Rosa Elvia Rodríguez Gómez (QEPD), con quien procreó ocho hijos. Bueno, eso me dijo Soledad, su hija, que de lejos, en su quehacer, escuchó mi pregunta.
En nuestra plática se deslizaron decenas de nombres de personajes y sus historias de un Ixhuatán violento. Dos fechas las tiene el tío Puli bien grabadas: 1951 y 1953. En la primera se fue a Tonalá a trabajar porque en Ixhuatán “estuvo fea la cosa”, dijo. En la segunda fue cuando regresó a casa. “Estaba en Tonalá cuando allá me vio un paisano de Ixhuatán, quien me dijo que las cosas ya estaban mejor, y me regresé al pueblo”, remató.
Mientras el tío Puli me daba detalles pormenorizados de los sucesos violentos acaecidos a su familia y a otras del pueblo, me imaginé aquel Ixhuatán que muchos ancianos ya me habían narrado. Con él confirmé nombres y fechas de acontecimientos; otros que me proporcionó me fueron nuevos y muy interesantes. Mientras el tío Puli hablaba vi la verdad manar en sus palabras, no detecté rencor alguno ni tampoco arrepentimiento de haber vivido como vivió. Por el contrario, descubrí que él fue como fue, recio y duro –por lo menos así lo vi todo el tiempo- precisamente por las circunstancias complicadas de su vida.
Hubo una pausa en que me quedé solo en el corredor de la casa del tío Puli. Momento que aproveché para preguntarle a su hija Soledad por un chango que en los años 80 causaba furor en los niños de escuela. Me dio su nombre, “Brocha”, “por sus pelos parados”, me dice. Me cuenta varias anécdotas que me hacen reír feliz y complacido de estar en domingo en ese domicilio, al que de niño acudí solo una vez a jugar con mi compañero de escuela Franco, hijo del tío Puli.
De regreso, al tío Puli le pregunto sobre sus estudios y a qué otras actividades se dedicó en su vida. “Estudié hasta el cuarto grado de primaria. Fui aparcero de un ganado de doña Aurora de Quique Bete allá en mi rancho Los Altos de Buenavista. También sembraba maíz con un par de caballos cerreros que amansé. No hubo gañán para ellos, por lo que me vi obligado a manejarlos”, me dice, no sin orgullo, sonriendo. Acude a mi memoria el nombre de su padre, Teófanes, “uno de esos nombres que tanto le gustaban a Juan Rulfo”, convinimos en una ocasión Manuel Matus y el doctor Paco, nieto de aquel.
El tío Puli me cuenta que no tuvo pila para curtir sus cueros de res sencillamente porque siempre los compró en la ciudad de Juchitán. Le recuerdo la pila de los señores Ausencio y Federico Castillo, allá donde con el tiempo dio nombre al campo de pelota. Él me trae a colación la pila de don David Pérez, al otro lado del río, donde curtía cueros don Felipe, papá de aquel, la cual ya tenía yo en el olvido. Me cita a otro talabartero, Sabino Castillo, hombre de amena charla, famoso por una anécdota sabrosa de los tiempos de Lipe Pérez y Ché Cuidxi, el cual Rogelio Henestrosa cuenta en su primer libro.
El tío Puli también me explica cómo se hacía mejor el curtido del cuero, método que enseñó a perfeccionar, me dice, a Crisóforo Escobar, otro de los excelentes talabarteros de Ixhuatán, quien por suerte enseñó el oficio por lo menos a uno de sus hijos. Me responde que los huaraches de todo tipo que elaboró fueron siempre solicitados bajo pedido del cliente; es cuando recuerdo el muy emotivo poema “Mi pueblo”, de Guillermo Matus Morales, cuando dice: “Me puse los huaraches del tío Puli”.
La plática no languidece por falta de interés de los participantes, todo lo contrario, está cada vez más viva. Pero recordar que llevo una hora de una visita que no anuncié con anticipación me hace pensar en el retiro. Me apena haber llegado justo cuando el tío Puli trabajaba en una gamarra de caballo, trabajo que, por supuesto, interrumpió para atenderme. “No te preocupes. No tengo nada qué hacer”, me dice. Generoso con su tiempo y sus recuerdos –estos apenas un poco picados por la polilla del tiempo-, me refiere que también trabajó cueros de cocodrilos, coyotes y tigrillos, los primeros casi extintos, mientras que los dos últimos, afirma, en abundancia en este tiempo, lo que no deja de sorprenderme.
Me levanto de mi asiento y dejo en el suyo a un hombre al que antes de conversar con él desconocía por completo. Me llevo en un papel la síntesis de una charla que me proporcionó momentos inolvidables. Le doy la mano de igual modo como lo hice al llegar. Manos grandes y fuertes las suyas, las que trabajaron toda una vida en un oficio en peligro de extinción. Al mirar a una clueca echada en su nido que se halla en la ventana, reconozco en ella a la autora de los cloqueos habidos durante la charla. No le han de gustar las visitas inoportunas de extraños, pienso. Pero, al ver a una gallina cerca de ella, me doy cuenta de que se portó hostil no por mí, sino por su compañera intrusa. Se lo digo así al tío Puli y ríe. Esa su risa es la que me llevo finalmente a casa; es ella la que se me insinúa todo el tiempo que ocupo en pergeñar esta semblanza, la cual pretende ser un homenaje a él y a todos los de su oficio.