top of page

20/9/2016

 

Hace poco me enfrenté a una extraña paradoja. La vida nos enseña que ciertas virtudes humanas permiten encontrar valores que multiplican y enseñan que hay que practicar el respeto al prójimo, así como entender que no somos más que parte de un juego de azar o coincidencias. Hay que saber interpretar cuándo estamos arriba o abajo dentro de nuestra escala de valores sin que eso nos lleve a pensar que el tener más nos hace mejores que otros.

 

Mientras desayunaba en una plaza comercial en la sección de hamburguesas, vi que unos niños recibían obsequios muy atractivos para su edad. En una mesa una pareja y su hijo –pienso que de clase media por su buen vestir– degustaban dichos productos cuando un niño muy humilde se les acercó a pedirles algo, tal vez por hambre o por la atracción del juguete, y lo que este recibió fueron palabras de desprecio e insultos.

 

No necesité mucho para que mi espíritu se alterara ante tal hecho, por lo que invité al chico a que me acompañara –ya que me encontraba solo–, y pedí una hamburguesa con su respectivo obsequio, incluido en el precio. Ante tal hecho, los meseros objetaron mi petición, pues quizá su imagen no era la apropiada para tan distinguido lugar; argumenté que venía conmigo y, por lo tanto, debía ser atendido como se merecía, además de que su servicio iba a ser pagado. Dada mi necedad, recurrieron a la vigilancia policiaca para resolver el conflicto. Indiqué que el pequeño venía conmigo, y los uniformados comprendieron mi postura, que ellos no estaban lejos de entender porque no dudo de que también se habían criado con carencias en este mundo de desigualdad. Muy grato fue ver sonreír al chiquillo de felicidad y ser partícipe de tan distinguida compañía.

 

La vida cada día nos brinda experiencias que debemos aquilatar. En cada uno de nosotros debe estar la presencia de Dios. Solo en ese momento lo entendí a pesar de mi escepticismo en este tema. Sentí la presencia y la satisfacción de valorar la vida. Cada uno de los que hemos tenido la oportunidad de haber asistido a una universidad para tener un mejor nivel de vida debemos entender que esto no nos hace diferentes. Hay que ser sensibles ante el dolor de cada niño desprotegido.

 

No negaré que mi espíritu se alimentó y salió enriquecido. Tuve compañeros en mi época de estudiantes que carecían de lo indispensable para alcanzar sus sueños. Estos me cuentan que a la luz de una vela y con hambre se la pasaban estudiando, y hoy, aunque muchos perdieron piso y lograron sus objetivos, no dudaría que podrían hacer lo mismo que el lúgubre actor de mi testimonio.

 

Espero que este niño llegue a ser un ciudadano de bien y que este hecho no le haya marcado y dejado una huella de agravios. El no haber tenido carencias en mi infancia me hizo valorar que la riqueza no lo es todo, aunque no dudo que habrá quien piense lo contrario.

 

Quizá mi acto parezca una fábula, y niego que haya sido de carácter heroico. La realidad de esto me hizo entender que cada individuo, adulto o infante, merece respeto a pesar de su vestimenta. Tenemos que valorar al individuo en toda su magnitud interior y recapacitar que todo hombre podrá valerse por sí mismo y no arrodillarse ante quienes pretenden dominarlo.

 

Cada hecho en la vida nos pondrá en nuestra justa dimensión, porque, arriba o abajo, debemos comprender que hay que ser auténticos. No debemos dejarnos seducir ante la tentación de pasar sobre otros por nuestras ambiciones.

 

Cada vez que veo a un niño en la calle pidiendo limosna se me viene a la mente que la avaricia y nuestras ambiciones todavía están muy por encima de nuestros valores.

 

Recuerdo que en uno de mis trabajos en la Ciudad de México, en una dependencia de gobierno, escuché decir a mi director: “Solo recuerden que un título universitario no es un título de nobleza”.

Una herida que no cierra

Manuel Eugenio Liljehult Pérez

Tomada de www.yocreo.com

bottom of page