Desde hace ya varios días, he dedicado parte de mi tiempo al pasado, es así como he recordado tantas cosas, que, por algún momento, creí olvidadas. Porque si la lábil construcción de recuerdos se derrumba, quedará de mí solo el presente, ese punto invisible, esa nada que se desliza lentamente hacia la muerte.
Sucedió hace algunos años, fueron tardes de primavera, verano, otoño o invierno, no lo recuerdo con exactitud, solo sé que es el ayer de muchos y, en particular, el mío.
Nos reuníamos en casa de cualquiera de los amigos que formábamos parte de esa comunidad infantil. Casi entrada la noche, era el momento de decir: “¡Hey, plebe! Vamo jugar al escondite”.
Las reglas del juego consistían en primero elegir a una persona que sería la encargada de encontrar al resto de los participantes. Esta elección se dejaba a la suerte de los jugadores, pues uno de ellos colocaba una piedra muy pequeña en cualquiera de sus dos manos y las cerraba en forma de puño (obviamente, sin que los integrantes observaran en qué mano se encontraba la piedra) mientras los demás jugadores formaban una fila para ir pasando uno por uno a ver su suerte; le daban una palmada a la mano que, según su intuición, les decía dónde se encontraba la piedra, era la forma de elegir su papel en el juego. Si le atinaba, estaba a salvo; de lo contrario, era quien quedaba, es decir, era el encargado de encontrar a todos los participantes en el juego; pero si alguien después de él tenía la misma suerte, el anterior era sustituido por este. Si otra personita se quería anexar después de la elección, la condición establecida era que tenía que quedar.
Ya iniciado el juego, los que tenían que esconderse podían hacerlo en un lapso determinado en segundos (esa era la intención). “Cuenta hasta 20”, decían, mismos que eran contados en voz alta por el responsable de hallarlos, quien debía hacerlo de espaldas al espacio elegido para los escondites y, recargado frente a una pared, pilar o poste, con los ojos cerrados. Agotado el tiempo, se disponía a buscarlos. En la siguiente ronda, se le atribuía el castigo de quedar a quien se encontrara primero y solo podía quedar exento de si el último en ser encontrado llegara al lugar donde se llevó a cabo el conteo y dijera la frase mágica: “Uno, dos y tres para todos mis amigos”. Ocurrido esto, volvía a quedar la misma persona.
Es preciso mencionar que lo anterior, la mayoría de las veces, era mera ficción y resulta importante destacar la realidad. Las reglas del juego, del que hoy les platico, eran violadas (casi siempre, si no es que siempre), pues nos las ingeniábamos para comunicarle al compañero en qué mano se encontraba la piedra o, si el primero en ser encontrado era el mejor amigo, nos hacíamos al occiso de tal manera que el castigado fuera otro. Esto se hacía por conveniencia, por quedar bien o por proteger al mejor amigo.
Muchas veces he escuchado a la gente decir que la juventud de ahora ya no sirve. Después de recordar el juego del escondite, me puse a analizar los factores que pudiesen influir en esta descomposición social y me pregunté: “¿Será cierto que el ser humano es bueno por naturaleza y que solo por ignorancia se comete el mal? ¿Es verdad que nacemos buenos, pero el contexto en el que nos desarrollamos nos corrompe?
Llegar a la adolescencia no quiere decir que la gente está en edad de echarse a perder, por lo que afirmo que desde la niñez desarrollamos malos hábitos y, lo que es peor aun, crecemos con ellos teniendo esa idea errónea de que es algo normal en todo ser humano.
Si bien es cierto que en la actualidad vivimos en una sociedad carente de valores, la crisis económica obliga a los padres a abandonar los hogares, lo que orilla a los hijos a educarse prácticamente solos. Por otra parte, la globalización nos bombardea con sus medios de comunicación manipuladores, los cuales nos envuelven en un consumismo voraz, mismo que nos incitan a la delincuencia, mientras que el sistema nos vende educación de mala calidad a un precio muy caro; por si fuera poco, el escaso interés de ser mejores personas nos gobierna el alma.
Todo esto implica una verdadera problemática, y no precisamente el ser joven implica ser malo. ¿Acaso los adultos se preguntan qué valores inculcaron en los niños? ¿Cómo previenen tanta delincuencia? Y ahí está el niño recibiendo la buena o mala educación en el hogar; luego, en la escuela, la que el sistema quiera dar, y sigue aplastante la influencia de la sociedad, esta sociedad que día a día carece de valores, aunque un día tuvieron las mismas ilusiones.
Cierto, yo ya no soy una niña, pero mi mundo no es ajeno al suyo. ¿Quién soy yo que no entiendo de guerras ni distinción de credos ni de razas? Que miro al hombre como al propio hermano, cuyas penas provocan mi tristeza, y su muerte, mi impotencia. Soy alguien que llora al ver a tanto joven destruirse porque en ellos se apaga una esperanza; sin embargo, tengo fe en la vida y sé que pueden haber tiempos mejores.
Si nosotros ponemos las reglas del juego, ¿qué problema habría en respetarlas?