top of page

5/12/2015

 

Fue cayendo la tarde junto con los torrenciales que amenazaban a La Palma con dejarla bajo las aguas, con ahogarla. Y es que cada año se espera que, al final de las lluvias, siempre venga un torrente que ahogue las penas, que oculte los errores, que espante la angustia, que ayude a renovar, que empape las conciencias de las necesidades que emanan de la vida cotidiana en un país pobre y que grita cada vez con voz angustiosa y resonante: “¡Acabe el hambre y venga la vida de saciedad!”.

 

Los amigos, que ya se habían reunido para estos momentos todos, eran 14, todos respondieron a una sospecha de invitación que hizo Marco cuando decidió establecerse en las tierras de sus padres. “Al pie de nuestra madre”. La Palma era un pequeño poblado con poco más de 100 años de historia; de esta historia que se vive ahora, porque en la vuelta anterior a esta edad que da la espiral ya había otra historia, otra gente, otros mundos, otros pensamientos, otras realidades, otras liturgias sagradas que evocaban la vida.

 

El grupo de los 14 se conoció en los tiempos de la aventuras de bachiller, cuando cada uno, desde sus esperanzas y los anhelos de sus padres, coincidió en la ilusión de soñar con un mundo mejor. Ahora, en la edad madura, se daban un tiempo para escribir, para contar, para hacer la historia, para edificar un poco de futuro limpio de esos tropiezos que siempre salen al paso.

 

Sacó Isaú sus escritos, era un poco de verdad que se envolvía en la ficción que la narración le impone para poder sacar a la luz lo que por tiempo fue escondido, meditado, descubierto, rediseñado.

 

Al sorbo de café y las bocanadas de humo productor de cáncer, fue leyendo:

 

Don José era un hombre adinerado y benévolo a quien no le estaba permitido cobrar la renta el día exacto del vencimiento. Era cano, pero su rostro era joven, denotaba felicidad, “es un santo”, había exclamado Patricia, una jovencita de Huachilaif[1] a quien a menudo le perdonaban la renta. Vestía siempre impecable traje gris, lo mismo para la fiesta, la cena, las reuniones de la sociedad, los velorios y todo acontecimiento donde pusiera un pie para manifestar solidaridad.

 

Algunos dicen que le vieron salir de un confesionario en la ciudad de Oaxaca. Quizá fue en algún momento de querer poner en paz el alma con la divinidad, fue la invención de alguno para justificar la caridad del hombre o quizá alguna ejecución de una orden recibida. Pero también dicen que en esos años murió el cura que en tal ocasión fuera encargado del lugar.

 

No nos está vedado inventar historias, tampoco nos está prohibido hacer las teorías propias, así que voy a proponerles una teoría antes de continuar con mi relato –cortó Isaú, y todos aprovecharon para volver al café y dejar por un rato de observar la llovizna continua–. Alrededor de un acontecimiento se forma una especie de círculo que no se cierra y le da la posibilidad de volver a darle la vuelta; una espiral, vaya. Si nos colocamos en esa espiral, le alcanzamos a ver una parte, y mientras le vamos recorriendo nos vamos encontrando nuevas cosas que le llamamos descubrimientos. Hay quienes solamente recorren un hecho pasado y se quedan en eso y cierran la circunferencia y se hacen peritos en la materia o en el caso pasado. Hay otros que siguen la espiral y continúan la secuencia del hecho y a veces lo traen del pasado al futuro para pulirlo y seguir haciendo la historia, a estos se les llama sujetos; a los otros, simples intelectuales.

 

Es que de un lado de esa espiral don José fue el hombre bueno, así que volvamos a contar la historia.

 

José Figueroa, de los Figueroa de la Costa, fue un hombre que amasó fortuna del tráfico; le dio lo mismo transportar de los pueblitos, engañadas, a mujeres para el servicio de los bebedores de Netzhualcoyotl que traficar con centroamericanos indocumentados, piratería y narcóticos. Nunca nadie pudo comprobar nada, y quien podía recibía grandes sumas de dinero o una ráfaga de plomo. El caso es que en su fortuna, algo, para él bueno, le dictó la conciencia y construyó unos departamentos para albergar a los estudiantes que querían ser otros.

 

A na’ Sebastiana, que era una de las mujeres que le brindó el servicio de amarlo a escondidas de su marido y que le dio un hijo que este le aceptó como suyo, la conoció en los campos el día que Fidel no fue a trabajar. Estaba limpiando la hierba y cuidando que nadie se acercara cuando llegó don José.

 

–Perdón, patrón –fue lo que le dijo–, mi marido no pudo venir hoy, está enfermo el pobre pero vine yo para que no se malogre la planta.

 

–Muy bien –dijo don José sin darle importancia. Dio una vuelta por el sembrado y volvió para decirle– vengo en un mes.

 

–Está bueno. Yo le digo a mi marido y lo voy a curar para que esté aquí presente.

 

Fue cuando José, que era joven en ese tiempo y tenía un buen porte, le quedó viendo. Ella era morena, tostada por el sol; su rostro era un rostro indígena, liso, ingenuo; sus ojos pequeños que le hacían ver como una oriental; su sonrisa, rosada y segura.

 

–Aunque él no venga –le dijo esbozando una sonrisa– no importa, para eso estás tú.

 

Entonces fue que la tomó de la mano y le pidió que lo amara. Le dijo que no la iba a forzar, que ella por su voluntad lo hiciera, que él estaba necesitado de cariño porque solitario había andado por el mundo. Tenía mucho dinero y muchas mujeres y muchos hijos, pero ningún amor.

 

La marihuana se acomodó junto con las milpas para hacer un lecho suave y fresco en el que Sebastiana le dijo:

 

–Yo nací para amar. Amo a mi esposo y a mi hijo y a mis padres y a mi pueblo. Tú sabes que, si no te amo a ti también, todos ellos peligran; entonces, ¿caso no puedo amarte una vez, dos veces, para amar ahora sí a todos?

 

Y una vez y dos veces se amaron, y fue en ese tiempo cuando a aquella mujer se  le calló la voz, se enfermó de gripa, de tos, de anginas, de infección en la garganta y nunca más habló. Nació su hijo, al que llamó José.

 

José, el hijo, creció y fue a la primaria que atendía un joven que había terminado la secundaria. Estaba ganándose el derecho a estudiar, jugando a ser maestro del Conafe y él solo atendía los cuatro últimos grados, acaso unos 18 había en la escuela.

 

Ya estaba en quinto año el niño cuando volvió don José a ver la hierba. Ahí estaban los tres en silencio; no queriendo decir el presentimiento; no queriendo decir que el futuro es incierto y a veces da vueltas la vida, como la espiral, que da vuelta a la historia para que, a cada vuelta, se recomponga lo que en el paso anterior no pudo componerse bien, para traer nuevos conocimientos, para hacer que la vida mejore y prospere o para terminar con lo que no da frutos. Fue así que a la vuelta del tiempo, en ese tiempo, estaban los tres.

 

–Ya está buena la hierba –gritó el patrón.

 

–Buena está, patrón. Cuando usted mande.

 

–Pues pa’ pronto. Váyase con su hijo. Van a ir con los muchachos a traer unas segaderas al pueblo. Pa’ luego empezamos.

 

Agachó la cabeza Fidel y jaló al hijo mientras su mente pensaba en el grito de Jesús, la cara triste de María y el bulto inerte de San Francisco, que eran testigos y cómplices de los rostros duros de los hombres que sentían el dolor de sus hijas y mujeres; las lágrimas y gritos de las mujeres: hijas y madres que eran sometidas al servicio de los guardias de las guardias de los jefes de la droga. Se convertían a corto tiempo en madres, amantes, prostitutas, locas y pendejas sometidas por soldados, que debían callar y hacer como si no pasara nada.

 

–No hay futuro –le dijo na’ Sebastiana mientras el hombres se le acercaba. Y fue esa la  primera voz nueva y firme que salió de sí–. ¿Caso crees que bueno es que los hijos sufran? ¿Caso crees que nomás uno sufre cuando ama? Una sufre por amar, pero ¿caso nomás una sufre? También sufren los hijos y también sufren los hombres y los padres y las madres.

 

–Nunca te obligué a amarme: pedí que me amaras, no que me sirvieras.

 

–¿Caso no te he amado nunca? Todo ese tiempo que ha pasado te he amado, pero amo a mi hijo, y él es que no tiene ahora futuro para su vida. Solamente queda, como nosotros, seguir sembrando hierba, la única que vale, y seguir sufriendo el precio del amor. Ese no es futuro.

 

–Hay futuro, Sebastiana. Mucho futuro hay, pero hay que soñarlo y decirlo; hay que hablarlo, hay que pensarlos, hay que soñarlo, hay que trabajarlo.

 

Desde las ventanas de los departamentos para estudiantes que rentaba don José se asomaban los rostros en los, a veces, prolongados descansos que se permitían para seguir estudiando, haciendo tareas. Desde ahí era como se hacían las conquistas, se soñaba el retorno a la patria, se pensaba en el progreso, se construía el futuro, soñando que se es el actor.

 

Dio Isaú la vuelta a la página y descolgó la mano y dio fin al relato que tenía en la mente, en el espacio, en la historia, en el sueño.

 

[1]Monte contra el tigre.

Utopía

Manuel Antonio Ruiz

Tomada de www.celeam.org

bottom of page