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29/11/2015

 

El 20 de noviembre cerraron la puerta a diez indigentes que buscaban un techo; horas más tarde caminaban sobre los durmientes de las vías del tren en que viajaba Che Gómez o su fantasma y veían de lejos luces difuminadas, aún pocas y convertidas en nada bajo el crepúsculo escarlata; tras de ellos, la oscuridad y nubes negras avanzaban a paso de legión. De la mano una centuria de zanates sobrevolaron el filo de la ciudad; uno de los indigentes llevaba consigo una pequeña guitarra, tocaba en la re y mi, de vez en cuando lustraba una cuerda con un paseo rápido sobre los trastes que terminaba en una breve nota larga, a tiempo volvía a los acordes y cantaba, susurrando; lo acompañaban el murmullo de las veinte pisadas, el escalofrío de los matorrales a su lado y el rechinar de un columpio, azul y sarro, viejo, pederasta columpio de cincuenta años de antigüedad mecía a una niña de ojos cafés que miraba a los indigentes caminar y susurrar. Uno de ellos lio un cigarro, creyó que llovería y sabía que no encontrarían un techo antes de que eso pasara, sabía que era su último cigarro y lo fumó al ritmo de la guitarra. A doscientos metros al lado de la vía y sobre un árbol de mango un par de muchachos fumaban marihuana, pensaron en robar a los indigentes, en fumar con ellos marihuana. Vieron quemarse el zacate y quitarse las camisas de mantas y controlar el incendio, el tren titán que pasó sobre él. En la marcha, alguien se dio cuenta de que un vagón se incendiaba; uno de los marihuanos rio. Vieron pasar frente a ellos y alejarse caminando sobre la vía a diez hombres de rostros inciertos.

 

Las puntas de los dedos del pie izquierdo de uno de ellos se asomaban por una bota que había gastado sus pasos. Él mismo comenzó a ordenar cronológicamente los sucesos que lo llevaron hasta ese momento; no pudo recordar nada, lo había olvidado, una parte de su corazón se desgajó y pudo ver sus dientes en el suelo y el sabor de la sangre que rondaba sobre su lengua, era dulce.

 

Muerto el ocaso cuatro de ellos roncaban sobre el pasto vulgar de una vulgar estación, era Arriaga o Ixtepec, quizá Reforma, tal vez ningún lugar. El pensamiento se escurrió como serpiente por las ramas de un roble, al pie estaba sentado uno de ellos, el pensamiento lo abrazó, le entró por los ojos, por los oídos y por una gota que cayó del cielo, fue la única. Y pensó, intentado recordar si había escuchado a un colibrí cantar; hurgó en su memoria de sonidos, recordó no haber visto a un colibrí muerto. Al punto de volverse loco sacó de sus bolsas un frasco de alcohol, bebió un trago y se curó del pensamiento; cerró los ojos y se dejó caer sobre el suelo seco; sintió cómo una fila india de hormigas caminaba sobre su tobillo, llevaba a una hormiga que quiso ser pájaro y sentir las estrellas más de cerca: será juzgada la hormiguita por inadaptada, por corromper la ley de las hormigas que les dicta ser hormigas y nada más. Un grillo bebía té bajo la luz diáfana de una luciérnaga atrapada entre raíces que quisieron ser ramas y tener hojas, ahora tendrían a una luciérnaga loca entre ellas, a un grillo aristócrata bebiendo té y a diez indigentes durmiendo borrachos de días sin futuro, borrachos de paisajes, borrachos de polvo.

 

A las once de la noche uno de ellos despertó, creyó escuchar el susurro de un foco de veinte watts, supo que siete polillas incendiaban sus ojos pegadas al foco y bajo de él cuatro hombres se embriagaban. Se levantó y caminó. Parecían muertos nueve de ellos, a excepción de él, que se alejaba guiado de la pequeña luz en medio de la oscuridad. Un solo cuarto, un cuadrado perfecto de alambre de púas, un chicozapote en el pequeño patio, el pequeño corredor que vivía lúcido la soledad.

 

Entró, tomó una silla, eran cuatro hombres vestidos de pantalones lisos, camisas de tonos pastel y sombreros de ranchero fugitivo del mar. Se miraron los cinco, recordaron que no se conocían; uno de ellos destapo una cerveza y le sirvió mezcal al extraño que nació de la oscuridad. Bebieron y la noche se hizo eterna. En el momento último de la eternidad se encontraba muerto con una puñalada en la espalda el último ranchero sobre las raíces del chicozapote, las manos del paria eran rojas, casi brillaban a la luz del foco; regresó con sus compañeros que aun dormían, se tiró en el suelo encogiéndose en posición fetal y durmió. Tres horas más tarde nadie les servía de desayunar y caminaban una vez más en medio de la nada. El crudo pensó en chupar los ojos de una vaca para curarse la cruda, pero lo invadió el pensamiento de caminar y siguió sus pasos que tronaban. Miró sus botas, limpias y sin hoyos, que dejarán desnudos a dedos. Sonrió, cerró los ojos y caminó.

Vías

Franco Carrasco Aguilar

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