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En agosto cumpliré 34 años de ejercicio profesional médico, mientras que en julio haré 17 años de haber publicado mi primer libro, con el cual, considero, inicié mi otro oficio, el de escritor. Como quien dice llevo el doble de tiempo  como médico que como escritor. Ahora, a punto de cumplir 60 años de edad, puedo decir que vivo encantado de ambas vocaciones, pero no siempre fue así. Veamos.

 

Ya lo dije en otra parte: fue mi abuela Tina Amador, afamada partera del pueblo, quien profetizó que yo sería médico. También ya expliqué que lo hizo en mi primer día de clases de escuela primaria.

 

Asimismo, ¿cómo fue que vine a descubrir, en 1972, mi vocación de escritor? Por una decepción amorosa virtual, “amor seco” aún lo llaman en mi pueblo. Ella, mi vocación, arrancó,  abundo ahora, con una andanada de lecturas que terminó en vicio, como antiguamente se nombraba a una adicción. "De tanto leer, Juanito se volverá loco", oí decir a mi madre en más de una ocasión. Esa era la fama entonces: quien atiborraba su mente de lecturas tarde o temprano terminaría loco. Junto a la sombra de esa creencia descansaba, muy oronda, otra: aquella que indicaba que quien se masturbaba mucho corría el mismo peligro de locura. Quizá por eso, para evitarlo, muchos chamacos nos dedicábamos a espiar a las damas cuando se bañaban, por lo menos disimuladamente, con el rabillo del ojo, pues. Pero de cómo me inicié en mi sexualidad, contaré en otra ocasión con mucho gusto.

 

No todo fue miel sobre hojuelas, como dice el lugar común de las cosas que resultan fáciles. Desde 1972 –y podría decir que hasta la aparición de mi primer libro, en 1997-, tuve bajo la alfombra, donde afirma el cliché se esconde la basura,  mi vocación de escritor. Ello, porque transité de la vergüenza de un principio al coraje del final, lo cual me empujó a tomar el toro por los cuernos (ni modo, otro lugar común). Tuve razones para hacerlo. Uno de ellos, sin duda el más importante: no es fácil estudiar una profesión como la que realicé, al mismo tiempo que se emprende de manera autodidacta otra como la literatura. "El que mucho abarca poco aprieta", dice un refrán y es cierto. Hubo también otra razón de peso para dejar en ascuas la literatura y ocuparme únicamente de la medicina: esta me daba de comer mientras que la otra no, era considerada un ocio no rentable. Fue así como condené al ostracismo a la literatura.

 

Sin embargo, y no obstante las razones citadas, la inquietud por ser escritor rebullía en mí. Leer todo tipo de literatura tarde o temprano incita a escribir. Incluso llega uno a pensar que es relativamente fácil, solo porque los autores leídos poseen mucha calidad. Nada más engañoso. Hilvanar frases con sentido tiene sus requisitos mentales y culturales. Y si se pretende ser escritor, dichas frases, además de lo anterior, no deben verse como comunes y corrientes, sino mirarse bellas, amenas, claras, rotundas y contundentes para calificar como literarias. Ese es nada más y nada menos que el estilo de cada autor: decir lo mismo que ya dijeron muchos, de tal manera que quien nos lea  olvide a todos ellos.

 

Embelesar al lector, pues, es señal de ser un buen escritor. Lograrlo conlleva un aprendizaje largo que, si bien es cierto se facilita mucho cuando se tiene vocación para ello, también es verdad que no está exenta de frustraciones, sobre todo si transcurre el tiempo sin que nada de lo hecho logre satisfacernos. Porque por encima de cualquier otra apreciación, en el desempeño de toda actividad u oficio, se requiere no solo habilidades para su óptimo desempeño, sino una gran honestidad para no dar gato por libre.

 

En la literatura, al primero que debe gustarle lo que escribe es al escritor, así nunca deje de pensar en un hipotético lector mientras escriba.

 

Todo lo anterior viene a cuento porque, a principio del mes de junio, tuve una grata experiencia con un joven paisano de 17 años que, no obstante estudiará una profesión un tanto distinta a la literatura, me sorprendió con un texto que me dio a leer. Me hizo recordar no solo mi tránsito en este arte, sino de cómo las cosas en el pueblo han cambiado para bien. Me explico.

 

En los años 60, que fue cuando pensé por primera vez en ser escritor, después de haber leído el libro “El mártir del Gólgota”, de Escrich, me sentí culpable porque los planes en la familia era que yo debía estudiar medicina. Pensar en un cambio de planes o de carrera era inadmisible. En ese tiempo, cualquiera que escribiera poemas o prosa, se obligaba a guardarlos por el temor a la crítica que era muy simple si se atrevía a leerlo: la burla sin ton ni son. Las bellas artes no eran vistas como útiles; estaba de moda estudiar docencia; lo máximo era medicina, abogacía, ingeniería y contaduría, en ese orden.

 

En el pueblo se cursaba hasta la secundaria, la cual era nocturna en la “Unión y Progreso”. Después había que salir para ingresar a una Normal o al Colegio Militar. Hoy eso ya cambió, existe nivel de bachillerato y las universidades están cerca y casi al alcance de quien tenga voluntad y medios suficientes para estudiar. Así que la juventud aprende cada vez más y mejor el idioma castellano, herramienta sin el cual nadie que quiera ser escritor debe ignorar.

 

La juventud no solo aprende nuestro idioma, sino que también se instruye en cómo leer y redactar un texto, un poema, un cuento, etc. Ítem más: existen concursos –a nivel local,  estatal y más allá- para probar lo aprendido. Por si todo ello fuera poco, la juventud tiene al alcance de su mano el conocimiento diverso que le brinda el internet. Solo quien no quiere aprender, actualizarse en su quehacer o profesión no lo hace. En ese sentido las redes sociales aportan al candidato a escritor no solo la actualidad en temas, sino un lenguaje vivo y no solo la de la academia.

 

El adolescente del que les cuento compitió en un concurso local y lo ganó. Después fue a otro allende las fronteras del pueblo e hizo un magnífico papel. No tengo duda que tiene vocación porque, aunado a sus dotes literarios, toca tres instrumentos musicales, tal y como un sobrino mío lo hace, a quien en este momento acude a mi memoria. Yo admiro mucho a este tipo de muchachos dotados de arte e inteligencia y sanos por los cuatro costados; jóvenes que ya tienen la mira puesta en lo que desean ser y trabajan duramente para conseguirlo. Y algo más que me admira sobremanera: no son nada acomplejados. Sonriente –ah, porque, además, tiene el don de gentes el muchacho- al entregarme su texto, me dijo: "Quiero que lo lea y que me lo critique sinceramente". ¡Ah, carambas! Eso sí que son huevos, pensé de manera vulgar, con todo el gusto del mundo.

 

El muchacho y yo charlamos por un rato y francamente ya no recuerdo si me dijo que en su familia existía antecedentes de artistas; supongo que debe haberlos, el arte y las vocaciones son heredadas, así la ciencia aún no tenga  esclarecido cuál es el gen. De inmediato leí el texto. Quedé gratamente maravillado. Un texto lleno de imágenes, metáforas, dicho con un lenguaje fresco, con sentimientos, con una madurez que me dejó perplejo. Confirmé mi primera impresión: este chamaco, si se lo propone, puede llegar a ser un magnífico escritor.

 

El mismo día de mi lectura, el adolescente y yo nos hicimos amigos en Facebook. Dejó pasar uno o dos días, ya no lo recuerdo, para saludarme por inbox. Deseaba saber mi crítica, “no importa que sea desfavorable”, me escribió, con aplomo. Le escribí que era excelente su texto, no del modo que aquí lo expresé. Me negué a decirle una crítica adversa, yo no soy de esos que destruyen a nadie. No solo por eso, sino porque el adolescente, al compararlo con sus circunstancias, sus pequeñas fallas gramaticales o de construcción dejan de serlo por la hermosa historia que cuenta.

 

Hoy me atreví a contar esta historia porque me parece valiosa e interesante. Estoy optimista porque mi afán, desde los años que fui catedrático en la preparatoria, ha sido la de reclutar a escritores, poetas, pintores y artistas en general. En ese tiempo deposité mis esperanzas en alguno que otro/a, pero por desgracia no persistieron en el oficio. Algunos me han contactado en tiempos recientes y han compartido conmigo sus inquietudes. No fracasaron, solo que se dedicaron a otra cosa, tal y como hizo una hermana, a quien ahora recuerdo y para quien quise fuera artista de polendas. No pudo ser, ella prefirió ser abogada. Mi apuesta por la juventud de mi pueblo crece toda vez que la veo nada apocada, dispuesta a conquistar el mundo que no por grande les asusta. Esa es la actitud para ser un triunfador. Deseo de todo corazón que el adolescente y todos aquellos que deseen atreverse por caminos del arte lo hagan. Lo peor que les puede pasar es que les vaya bien.

Vocaciones

Juan Henestroza Zárate

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