Hace unas tardes llamó mi atención el escándalo de aves al sur de mi domicilio. Ocupado como estaba, apenas y le presté atención al hecho. “¿Cotorras?”, pensé y me alegré al suponer que estaban de regreso, después de que, a fines de los 70, traficantes de aves casi las exterminaron. “¿De dónde habrán venido?”, me dije. Alcé la vista al cielo para tratar de identificar a la bandada de pájaros que surcaban los aires. Era ya casi de noche y, un tanto por eso y otro tanto porque mi interés estaba puesto en otra cosa, no indagué más sobre el fenómeno. Tampoco me interesé más tarde por él.
El viernes 29, al anochecer, otra vez el escándalo de las aves volvió a llamar mi atención. Esta vez decidí indagar qué aves eran. Miré el alto y frondoso árbol de tamarindo en torno del cual vi volar muchos zanates. “Como ya no vive nadie en ese lugar, los zanates se sienten libres de pasar la noche allí”, pensé. En efecto, el dueño lo había dejado de ser y el abandono se había adueñado de la casa y del árbol. En el predio había también un altísimo y viejo cocotero inclinado, donde todos los años anidaban en su tallo un par de pájaros carpinteros, a los cuales observaba en sus rutinas desde mi hamaca del corredor de la casa. Carpinteros que, puntuales y acompañados de otras de su especie, acudían a degustar de los mangos y naranjas de mi patio.
Guardo de las aves gratísimos recuerdos. En el rancho donde pasé mi niñez andaban volando por todas partes. Me tocó ver guacamayas, zopilotes, quebrantahuesos, gavilanes, urracas, cortamortajas, cuclillos, pájaros bobos, tecolotes, lechuzas, pijijes, chachalacas, loros reales, cotorros y cotorritas. A estas últimas –gachupinas, las llaman- las vi volar en grandes parvadas en derredor de los mangos de nuestro vecino Lencho, en Paso Mico. En el pueblo las vi darse banquetes con los frutos maduros de los lambimbos que había por todas partes, que a los chamacos nos servían de munición para nuestras “cerbatanas”, hechas de las hojas del papayo. Mi madre siempre tuvo enjaulados, por lo menos, a un par de cotorros y otras tantas gachupinas. Tuvo también en un árbol de morro a un loro llamado Paco, quien bajaba a comer cuando lo llamaban. El loro emplumó y regresó al monte, mientras que los otros murieron de viejos o de un descuido, devorados por gatos ajenos, ya que el propio aprendió siempre a respetarlos.
Los zanates eran vistos de manera peculiar. Nos enseñaron que su sangre en contacto con nuestra piel producía mezquinos, por lo que no se debía jugar con ellos. Por ese temor, los miré siempre de lejos. Aprendí a ahuyentarlos de los sembradíos de maíz de mi padre con terrones a brazo limpio, con la honda de palma, el chicote de liste o la penca de la hoja del plátano. Muchas veces fui testigo de sus cortejos amorosos y reyertas, escuché sus trinos en los sauces del Ostuta, los vi navegar en contra del viento en busca del sustento diario o rayar el cielo con sus vuelos a todas horas del día. También vi sus tragedias: cuando el zanate tierno caía del nido para ser fácil presa de los gatos hambrientos. Me admiraba la desesperación de la pareja y de un grupo solidario de amigos suyos, más cuando,, en días posteriores el macho me atacaba a picotazos culpándome de lo sucedido.
Nunca vi un zanate muerto por vejez, sí por la pedrada de una resortera o alguna bala. En Juchitán, vi a una familia que los comía, cosa que, en Ixhuatán, nunca. Tampoco vi secarse un lambimbo, ellos fueron sacados de las calles a golpes de hacha. Vi con temor a personas con numerosas verrugas, ya que tenía prohibido burlarme o sentir lástima de ellos, so pena de padecer el mismo mal.
Maravillado me quedé al ver que, en la alta copa del higo silvestre más frondoso y hermoso del pueblo, volaban innumerables zanates. Lo oscuro de sus plumas, el color verde intenso de las hojas, así como la ennegrecida nochecita que se cernía sobre ellos, me estremecieron hondamente. Recordé los años 60, cuando, en el “mangal de los Vera”, en la salida sur del pueblo, todas las tardes los zanates rebullían entre los árboles antes de dormirse. Recordé mi estancia en Juchitán, el parque Benito Juárez, donde los zanates han sentado sus reales sin que nadie –a pesar de intentarlo tenaz y, a veces, ferozmente- haya podido ahuyentarlos.
Miré el espectáculo a mis anchas añorando el viejo pueblo y a la gente que conocí y ya no está más. Pensé en la cantidad de guano que mi hermano Nelson tendrá que remover, porque el higo está en su propiedad, ahora solitaria. “Ojalá no vaya a tirar el árbol”, me dije. “¿No afectará el escándalo a los vecinos?”. “De afectarles, ¿qué harán?”, volví a pensar. “Qué raro, en Ixhuatán no es común que tantos zanates vivan entre la gente”, pensé al tiempo que recordé que en Reforma de Pineda pernoctan en medio del pueblo, en su parque. “Huyen del monte, donde hay víboras, por lo que es más seguro estar junto a la gente”, me enseñó mi padre.
Los zanates han dejado de visitarme, de meterse a mi corredor en busca de cuijas, que, desde 1984, las trajeron al pueblo. Quizá se fueron porque, con frecuencia, sus crías eran depredados en los nidos que hacían en el naranjo y en otros dos árboles. Ahora, en su lugar pernoctan muchas palomas azules, las cuales no solo hacen sus nidos, sino que también beben de la fuente de agua de mis gallinas. En el otoño llegan hermosas urracas a buscar huevos; asimismo, uno que otro gavilán pollero planea soberbio sobre la ceiba provocando que mis gallinas se lleven el susto de sus vidas mientras yo salgo corriendo a ahuyentarlo con gritos y piedras recordando mis tiempos de “zanatero”. Tengo tantos árboles que muy bien los zanates pudieran venir a casa a acompañarme por las noches, siguiendo la lógica que dice que los lugares abandonados o semiabandonados atraen inquilinos. Por el momento, un sinnúmero de panales cuelgan ya de las ramas de los árboles.