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Recién llegué al Distrito Federal en septiembre de 1970, comencé a explorar los alrededores de Popotla, colonia donde viví hasta 1973. Un atardecer de octubre descubrí –con asombro mayúsculo- lo que ya había visto plasmado en mi libro de historia: el mítico árbol donde, a decir de la historia y la leyenda, la noche del 30 de junio de 1520, lloró Hernán Cortés su derrota estrepitosa a manos de los mexicas.

 

Árbol de la Noche Triste, así fue llamado el ahuehuete centenario que conocí agónico. Mismo paradero que tuvo un paisano, cuentan, quien, al verse extraviado en la enorme ciudad y fiel émulo del conquistador, se sentó a llorar allí desconsoladamente. En ello se ocupaba cuando lo encontró por casualidad otro paisano, quien le recriminó lo que hoy en el pueblo llamamos mampera, esto es, su cobardía. A lo que el hasta entonces náufrago del destino –perdido, pues- replicó: “Si Hernán Cortés con ser tan hombre lloró aquí, ¿por qué yo no lo iba a hacer?”. 

 

Ese atardecer no solo conocí el famoso e histórico ahuehuete, sino que también me tocó conocer la casa –muy cercana al lugar- de Gregorio Goyo Cárdenas, el tan mentado “Estrangulador de Tacuba”. Una placa afuera de su casa me informó que allí había vivido y cometido sus crímenes. Esa vez no fui más allá de esa información.

 

Volví a tener noticias de quien ha sido calificado como el primer asesino serial en México –aunque otros dicen que ello no es exacto- cuando se dio la noticia que el entonces presidente Echeverría decidió su liberación de la cárcel de Lecumberri. En esos días, la prensa y la televisión dieron noticias profusas de quién era Goyo Cárdenas, de tal suerte que, cuando, en septiembre de 1976, salió de la cárcel, yo ya sabía que, entre el 15 de agosto y el 2 de septiembre de 1942, había asesinado a cuatro mujeres al ahorcarlas con un lazo para luego sepultarlas en su jardín.

 

Fue en la comparecencia del entonces secretario de Gobernación en la Cámara de Diputados donde ocurrió uno de los espectáculos más serviles que yo recuerde, el cual vi por el televisor. Goyo asistió a la sesión de la L Legislatura invitado por el susodicho secretario. Abordó la tribuna y contó trozos de su vida. Todos los diputados recién elegidos le brindaron un apoteósico y largo aplauso puestos de pie, casi igual al que le brindarían otros diputados –LI Legislatura- el 1 de septiembre de 1982 al presidente José López Portillo, quien, con lágrimas de cocodrilo, anunció la ruina del país y la nacionalización de la banca con esta frase que buscaba ser genial, muy a la usanza de él y Echeverría, los autores de la Docena Trágica: “¡Ya nos saquearon. México no se ha acabado! ¡No nos volverán a saquear!”. Y sí, México, de entonces a hoy, no se ha acabado, lo mismo que no se ha acabado el saqueo inmisericorde de los políticos y los ricos de este país.

 

La intención de los legisladores era buena –como dicen que está empedrado el camino del infierno- porque Goyo, en 34 años de estar preso –una vez fue sometido a electrochoques y demás tratamientos psiquiátricos de la época-, se casó, tuvo hijos, instaló una tienda en Lecumberri, estudió Derecho y Química (lo que estudiaba cuando asesinó a las mujeres), pintó cuadros, dibujó historietas, tocaba el piano, escuchaba ópera, era lector de poesía, escribió varios libros y hasta tuvo incursiones en la psiquiatría. Como quien dice, se rehabilitó, con lo que confirmó que no estaba loco, que solo padeció un transitorio trastorno mental. Podría decir que su IQ era muy alto, más allá de la media. Ese día, poco faltó para que los diputados le organizaran a Goyo un besamanos o le mandaran a hacer su estatua.

 

Algunos dijeron que la excarcelación de Goyo no solo fue porque era el delincuente más célebre jamás tenido en México (se escribieron revistas, libros, hubo radionovelas sobre él y se filmaron películas sobre su vida y crímenes), sino para amortiguar los embates de la terrible crisis económica que el gobierno saliente de Echeverría causó al país, donde se devaluó el peso, que en ese año 76 dejó su antigua cotización de 12.50 ante el dólar.

 

En 1984, mientras reorganizaba la biblioteca municipal Morelos, fui a dar con un libro del doctor Alfonso Quiroz Cuarón, famoso criminalista de México. El libro se titula “Un Estrangulador de Mujeres”. Don Sebastián Toledo, al ver el libro en mi mano, me dijo: “En ese libro se cuenta de un asesino que agarraron en Puntalín”. Y, aunque no supo darme fechas ni más datos ni yo me interesé en preguntárselos, fue suficiente para que me interesara en el texto.

 

En el libro narra el especialista –quien estudió exhaustivamente al criminal- que Goyo cometió los asesinatos debido a la encefalitis que sufrió de niño. También cuenta que el 25 de diciembre de 1947 se fugó del manicomio de La Castañeda -donde estuvo cinco años- y se le recapturó a los 20 días en Puntalín, Oaxaca, un paraje de la Isla de León, lugar donde mi padre, desde 1973, llevó su ganado con la anuencia de su hermana doña Julia. Goyo negó que se hubiese fugado, dijo que solo había tomado vacaciones.

 

En agosto pasado, mi amigo Manuel Matus me preguntó si yo sabía que en nuestro pueblo había vivido un criminal de la calidad de Goyo. Le conté sucintamente lo que aquí he pergeñado. Después me quedé pensado y  no tardé en ponerme a fantasear. Elucubré: ¿qué tal que Goyo Cárdenas se hubiera enamorado de una paisana? ¿Hubiera sido capaz de asesinarla? ¿Hubiera hecho aquí una nueva vida creando una familia? Yo lo imaginé unido a mi tía dueña del rancho de la Isla de León, nacida en el mismo año que Goyo, 1915, y que en 1947 se estaba divorciando de su esposo.

 

¿Pueden ustedes imaginar una historia así? O preguntarse algo que quizá nadie antes se preguntó: ¿por qué llegó Goyo a Ixhuatán? ¿Algún paisano lo trajo? ¿Conocía a alguien de aquí? ¿A quiénes trató? ¿Con qué familia pernoctó? ¿Qué historias les habrá contado el veracruzano hecho chilango? ¿Alguien del pueblo lo delató? ¿Cómo supo de quién se trataba? ¿Se enteró por el periódico o por el radio? Después de cinco años de vivir en el manicomio, ¿daba aspecto de loco que lograra asustar a la gente y lo hubiera obligado a huir al mar por temor a ser delatado? ¡Quién sabe!

 

Goyo Cárdenas murió en agosto de 1999, a los 84 años de edad, rodeado de su familia y con una enorme fama a cuestas, tanta que se dio el lujo de usufructuarla al vender los derechos de su historia y litigar como abogado. Fue tan legendaria su fama que hasta el no menos famoso Alejandro Jodorowski le filmó en 1989 una película: "Santa Sangre". ¡Cosas veredes!

Asesino serial en Ixhuatán

Juan Henestroza Zárate

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