top of page

Mis mayores me contaron que mis abuelos vinieron de la Villa de Juchitán y del pueblo de San Francisco del Mar a fincar en Ixhuatán. Por ellos supe que mis abuelos maternos y el paterno eran zapotecas, mientras que mi abuela paterna era mareña. Aprendí también los nombres de mis tías y tíos abuelos, así como los de mis tíos y tías carnales. Me nombraron, pues, a todos y cada uno de mis parientes, a quienes me enseñaron respetar: saludarles y obedecerles. Por cierto, el mío es un árbol genealógico robusto, ya que casi todos en el pueblo son mis parientes, por una u otra rama.

 

Mis ancestros también me contaron de las tragedias –mayormente crímenes- acaecidas a parientes y no parientes; la manera como cada familia se hizo de su fortuna y el modo en que algunos labraron sus desgracias. Supe de las enemistades y rencores –casi siempre por desagradecimiento, ambición y envidia- habidos en mi propia familia y en las ajenas. Asimismo, fui testigo –y,  en su momento, protagonista- de una competencia por sobresalir en dos rubros: riqueza material e instrucción, en ese orden. Así  se explica el interés de las familias por querer saber de los éxitos y fracasos de todos y cada uno de los que salían del pueblo. Éxitos mostrados en un exagerado orgullo –que a veces rayaba en petulancia- y fracasos condensados en resentimientos imposibles de camuflar. No haber estudiado ni haber hecho riqueza en el éxodo fue siempre una loza muy pesada de cargar.

 

Con esa información proporcionada por mis ancestros tomé conciencia de que yo pertenecía a una familia venida a menos, dotada, eso sí, de un enorme orgullo –rescoldos, quizá, de la riqueza de los abuelos hecha cenizas-, que también pude detectar en muchas otras familias, porque no en balde compartimos genes y cultura.

 

No obstante que mi padre hablaba un magnífico zapoteco, nunca me lo enseñó ni yo me interesé en aprenderlo. Mi madre entendía el zapoteco, pero no lo hablaba, por lo que ellos se comunicaban en castellano, excepto para sus asuntos íntimos y secretos, en que usaban el zapoteco.

 

A los ocho hijos que llegamos a ser jamás se nos prohibió hablar zapoteco, pero tampoco se nos enseñó dicho idioma. El discurso que oí en casa era en el sentido que debíamos hablar castellano si deseábamos hacer una profesión –anhelo de mis progenitores-, en sintonía con la exigencia de la escuela, que comenzó a funcionar en Ixhuatán desde 1884, mismo año de su conversión en municipio, acontecimiento aquel –el de la escuela- que explica muchas cosas de nuestra historia.

 

Desconozco si nuestros abuelos fundadores –zapotecos venidos a Ixhuatán de varios pueblos del Istmo de Tehuantepec desde mediados del siglo XIX-, al no enseñarnos su idioma, lo hayan hecho guiados por un resentimiento a su solar nativo que los expulsó –por los motivos que hayan sido- o porque se atrevieron a migrar, lo que los transformó en conquistadores, obligándolos a quemar las naves, en este caso, el idioma.

 

Lo que más llamó mi atención de aquella conversión fue que nuestros padres no hayan opuesto mayor resistencia a dicho cambio. No sé si porque avizoraron en el castellano mejor futuro o porque, presionados por el gobierno federal, que impuso el castellano como idioma nacional, se mostraron sumisos y obedientes.

 

Este comenzar a olvidar nuestra lengua materna nos hizo diferentes a nuestros ancestros. La elección por el castellano hizo posible que a mi generación le enraizara más su identidad  ixhuateca –empezada a crearse desde mediados del siglo XX- que la  zapoteca.

 

Sea como haya sido, al ver los migrantes que no solo sobrevivieron en Ixhuatán, sino que aquí prosperaron, se convirtieron en una nueva cepa: ixhuatecos. “Pueblo criollo”, nos llamó alguna vez un juchiteco culto porque dijo que en Ixhuatán casi no se hablaba zapoteco. Cuando lo dijo y lo supe, hace más de 20 años, me irritó sobremanera por considerarlo discriminatorio. Hoy pienso que tenía cierta razón en decirlo.

 

Así, pues, en la segunda mitad del siglo XX, en Ixhuatán hablaban zapoteco los mayores, mientras que los niños y jóvenes, castellano. Dominar este idioma era lo deseable, ya que era signo de civilidad y supremacía. Por el contrario, no hacerlo era señal de atraso y de ser indígena, de ahí que nos burláramos de quienes, por hablar zapoteco o huave, hablaban mal castellano con un tono que los delataba como aborígenes.

 

El precio que pagamos fue que nos desligamos de nuestra herencia étnica. Yo no recuerdo que se nos enseñara que los primeros zapotecos habían descendido de las nubes y de las raíces de los árboles, por ejemplo. Sí supe de algunas leyendas y mitos zapotecas porque mi madre me los contaba en castellano. Solo que, al escuchárselas narrar, las sentía ajenas, excepto aquellas leyendas relacionadas con Cristo. Distinto sentir ha de haber experimentado –supongo- quien sabía el zapoteco y las escuchó en dicho idioma. Uno de estos, el ixhuateco Andrés Henestrosa, vivió dicha experiencia que luego trasladó al castellano en su libro “Los hombres que dispersó la danza”, publicado el 30 de noviembre de 1929, justo el día que cumplió 23 años.

 

De todas las leyendas, la de los binnigula’sa’ fue, sin duda, la que más caló en mí; quiero decir, en ella vislumbré más belleza y verdad. Ello fue quizá porque un día mi padre trajo a casa un idolillo zoomorfo de piedra, un binnigula’sa’, precisamente. Dijo  que lo había encontrado en el cauce del río Ostuta. Yo contaba con 8 años, y, al preguntarle cómo había ido a parar allí, me explicó que la corriente lo había arrastrado desde la cabecera del río en donde, junto con otras estatuillas, la habían arrojado los  binnigula’sa’. No me dijo más ni yo hice pregunta alguna. Fue mucho tiempo después que me enteré de que los binnigula’sa’ eran nuestros ancestros zapotecas, gente anciana, gigante y fea.

 

Con el paso de los años quedó bien definido que Ixhuatán era un pueblo diferente en el Istmo de Tehuantepec. Sus migrantes se convirtieron en ixhuatecos bien hechos, esto es, gente conquistadora que hablaba castellano. Tan nos sentimos conquistadores los ixhuatecos que estamos envueltos de soberbia clasista –si no todos, como es lógico suponerlo, sí muchos, como queda evidenciado en el ninguneo que practicamos-, la cual permea nuestra sociedad y la extendemos a nuestros vecinos, a los que vemos con menosprecio. Soberbia que obligó a los reformeños a llamarnos  faramallas, mientras que los mareños nos llaman presumidos.

 

En mi niñez, nadie me explicó –ni yo lo pregunté- el significado del nombre de mi pueblo. Tampoco recuerdo haber escuchado en Ixhuatán su nombre en lengua zapoteca. Fue  en Juchitán –cuando estudié la escuela secundaria allá- donde me enteré de que Ixhuatán tenía un nombre en zapoteco. Sin embargo, por no escucharlo bien ni tener interés en él, nunca pregunté cómo se escribía y, mucho menos, qué significaba. Para mí, Ixhuatán era Ixhuatán, y no aceptaba que tuviera otro nombre. Lo que sí me intrigaba era no encontrarlo en los mapas de mis libros de texto.

 

Ranchero, en aquel tiempo, para mí Ixhuatán era simplemente el pueblo donde mi familia soñaba con irse a vivir un día para civilizarse. Por eso me alegraba escuchar, en Paso Mico, donde vivía, la música y los anuncios de los tocadiscos del pueblo. Entrar a Ixhuatán, subido en la carreta o montado en ancas del caballo de mi padre, fue siempre para mí una fiesta.

 

A fines de 1968, descubrí casualmente en un opúsculo el nombre náhuatl de Ixhuatán, Izuatlan, sin prestarle mayor atención, no obstante que a pie de página se afirmaba tal cosa. El opúsculo se llama Oaxaca en 1586, editado en 1967 por Bibliófilos Oaxaqueños y prologado por Andrés Henestrosa.

 

Un maestro chilango de Anatomía en la Facultad de Medicina en mi primer semestre de 1974, cuando  supo de dónde era yo originario, de inmediato me dio el significado de la toponimia náhuatl. “Lugar donde abundan las hojas de maíz verde”, me dijo. A pesar de sorprenderme, no tuve curiosidad por querer saber más, quizá porque dudé de su veracidad.

 

A fines de 1974, leí el libro “La tierra de los dones”, del profesor Flavio Gutiérrez Zacarías. Allí él escribió: “Los mismos Matus platican que el antiguo asiento del pueblo lo constituían bosques vírgenes, árboles de todos los tamaños y ornato. Tanto así que recuerdan haber visto changos, pájaros multicolores y animales de caza. Guichiyasa lo bautizaron: Guichi – pueblo; yasa – hojas: Pueblo de hojas o frondas por extensión.

 

“Indudablemente que fue primero el Guichiyasa antes que el azteca Ixhuatán que significa: Ixhuátl hojas de maíz y tan o tlán-lugar. ¿Fue primero la gallina o el huevo? Algún estudioso del pueblo lo descifrará con el paso de los años. Si no es que debe estar escondido por allí el secreto”.

 

Tampoco esta vez tuve el impulso de averiguar más ni mucho menos interpreté las palabras del maestro, como dedicadas a mí de manera profética.

 

En marzo de 1997, en una parte de la introducción de mi libro “Ixhuatán: Las Hojas de su Historia”, escribí: “Quise primero escribir un anecdotario. Después, recoger algunas fábulas quizá olvidadas por don Andrés Henestrosa. No supe cuándo fui a dar de lleno con lo que me estaba destinado: recuperar del olvido parte del destino de tres pueblos: Ixhuatán, San Francisco del Mar y Reforma de Pineda”.

 

En efecto, la gestación de mi citado libro comenzó como quien no quiere la cosa. Cuando vine a darme cuenta, ya contaba con mucho material de la tradición oral. Durante un tiempo impreciso divagué en cómo comenzar a escribirlo. Una vez que creí dar con la solución, preparé preguntas ad hoc para hacérselas a la gente anciana.

 

Comencé preguntando sobre el significado del nombre de Ixhuatán. Primero fui con mi padre. “’Lugar de nidos de urracas’, me dijo mi papá Yan que significa Ixhuatán”, me respondió mi padre sin pensarlo dos veces. Le pedí luego que me dijera la toponimia zapoteca de Ixhuatán. “En zapoteco se dice guidxi yáza, que quiere decir pueblo de hojas”, me dijo con la perfecta pronunciación de quien habla bien el idioma. Al indagar sobre qué tipo de hojas se refería, vi a mi padre titubear. Finalmente dijo, no muy convencido, que creía que eran hojas de árboles. Como quien dice, guidxi yáza significaría lugar donde abundan árboles.

 

Después acudí con mi vecino el señor Óscar Toledo, matancero de oficio, oriundo de Juchitán y aposentado en Ixhuatán como muchos de sus viejos habitantes. Él me dijo: “Ixhuatán en zapoteco se dice guidxi yáza guidxi pueblo y yáza hoja; entiendo que hoja de palo y también se dice que hoja de papel, hoja de libro”.

 

Acrecentada mi curiosidad, fui a entrevistar a la señora Aurora López, hermana del expresidiario, bohemio y declamador Arturo, aquel que, ebrio, caminaba sobre lumbre y le daba por recitar poemas nacionales aprendidos en la escuela y de los poetas locales, tales como Arnulfo López y Constancio “Tanchito” Delgado.

 

“Me contaron que allá en Paso Canoa, la gente que viajaba por el camino real descansaba allí con sus bueyes y bestias a las que daban de comer totomoste y zacate. Por tantas sobras que allí dejaban tiradas se veía blanco el lugar, así que por eso llamaron guidxi yáza a Ixhuatán”, me dijo la anciana. Ixhuatán, pues, podría entonces significar lugar donde abunda el zacate y el totomoste, o, lo que es lo mismo, el maíz.

 

Con toda esa información en mi poder, decidí investigar más allá del ámbito local, lo cual hice en la biblioteca de la Casa de Cultura de Juchitán. Pero de ello os contaré otro día.

Cepa ixhuateca

Juan Henestroza Zárate

Tomada del sitio www.elinformador.com.mx

bottom of page