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“Está muy dura la situación”, me dice el joven profesor que me transporta en su lujosa camioneta con rumbo a la casa de una tía suya, a quien debo atender porque está muy enferma. Nos conocemos de hace tiempo y su trato agradable me gusta. Aun así, no lo dejo explayarse y me concreto con responderle que en todo  tiempo hay dificultades. “Eso sí es cierto”, asiente. Pienso de inmediato en la falta de empleos en Ixhuatán, en la escasez de cosechas de pescado, maíz, melón, sandía; en la carestía, etcétera. Solo al final del recorrido se me ocurre pensar que quizá el joven profesionista me quería hablar del conflicto agrario con los vecinos de San Francisco del Mar. Aun así, no indago, una especie de fastidio me lo impide.

 

En efecto, de hace algún tiempo a esta fecha, ha llegado a mi conocimiento que existe en la población cierta inquietud/zozobra por dicho conflicto agrario, vuelto a revivir el año pasado en relación con la posible instalación de un parque eólico en la Isla de León, en donde se hallan aposentados por décadas ganaderos ixhuatecos.

 

He vuelto a escuchar la misma especie de comentarios que escuché en 1972 –a raíz del decreto de restitución de casi 50 mil hectáreas de terrenos en general a 750 comuneros de San Francisco del Mar-, que asegura en decir que los huaves son dueños de toda la tierra que usufructúan los zapotecos de Ixhuatán.

 

También supe el año pasado de un proyecto ecoturístico de los comuneros de la Colonia 20 de NoviembreEl Morro, allá en el sitio de Cerro Tortuga, el cual, al parecer, fue suspendido por quejarse los huaves que eran tierras suyas las afectadas. Por años han sacado a relucir, en momentos como el que actualmente vivimos, que los huaves son dueños de tierras, mares, ríos, caminos, aire y cielo; que los ixhuatecos no tenemos nada.

 

Asimismo, he sabido que ha habido amenazas entre algunos líderes políticos y sociales de ambos pueblos. Esto último, a decir verdad, “solo de boca” las he escuchado. En fin, al parecer, estamos en la misma situación que se vivió en el año de 1997 –año electoral, como este-, cuando un ixhuateco fue asesinado y que más tarde, en 1998, derivó en un enfrentamiento armado entre ambos pueblos con saldo de cuatro huaves muertos.

 

Antes dije que una especie de fastidio me impidió confirmar si el profesor se iba a referir al conflicto agrario. Ahora me explico. En 43 años que ha durado el litigio agrario, no he visto disposición a un verdadero diálogo entre los líderes de ambos pueblos; incluso les ha importado un comino la historia y las leyes.

 

A veces tuve la impresión de que revivía el asunto de manera cíclica para sacarle la raja política que a ambos grupos conviniera. Porque, una vez pasadas las elecciones –esa impresión tuve, repito-, las cosas volvían a estar como antes: sin atisbo de una solución que beneficiara a la población mayoritaria, esto es, a aquellos que no guardan rencor alguno a la etnia vecina ni andan en politiquerías trasnochadas. A estas alturas del partido, no he visto que el odio, que en un principio quisieron usar como combustible ambos pueblos, siga operando, si es que en algún momento operó. Lo de hoy son los intereses de los cacicazgos en ambas comunidades, ya permeadas por personas de otros lugares.

 

Yo sé de antemano que en ambos pueblos existen fuertes intereses de grupo, familiares, políticos, incluso de clase. Sé, por eso mismo, que ese es y seguirá siendo el obstáculo más grande para que ambas etnias –fraternas por el parentesco en muchos casos- lleguen a un acuerdo sin que sientan que fueron derrotadas en la negociación, esta generada entre ellos mismos o con el beneplácito del gobierno. Ese es el camino, señores líderes, negociar. Pero no querrán hacerlo por defender sus propios intereses, trabándose por ello en cuestiones que ambas partes saben a ciencia cierta que, amén de irreductibles,  son a veces hasta ridículas. Parecen olvidar que, pase lo que pase entre ambas comunidades, nunca dejarán de ser vecinas.

 

La división, pues, ha sido rentable para quienes han usufructuado el poder en todas estas décadas y son los ambiciosos y mezquinos en ambos pueblos.

 

No  se trata de darle la razón a ninguno porque ninguno de los dos pueblos la tiene, eso no hay que olvidarlo. Porque si, en un principio, los huaves tuvieron el beneplácito e incluso la protección de algunos ixhuatecos e istmeños ilustres y no ilustres, ahora, después de 43 años, ya no es así. Son tan indígenas y ladinos como los ixhuatecos o cualquier otra etnia istmeña.

 

El trato privilegiado que obtuvieron de los gobiernos de instancias superiores ya feneció, es solo historia, manchada, por cierto, de corrupción y lucha por el poder en el Comisariato de Bienes Comunales. Hoy sabemos que a los huaves, al solicitar la restitución de sus tierras, solo se les concedió  la mitad de lo que originalmente tenían, esto es, que en el trámite que les legitimó Luis Echeverría perdieron la mitad de su territorio original. Ello lo documento en mi libro de 1997, “Ixhuatán: Las hojas de su historia”, y en el folleto de 2001, “Ixhuatán-Guidixiyaza”. Otra cosa es que los huaves no lo quieran reconocer o guarden silencio al respecto o que los líderes ixhuatecos no lo hayan podido entender cabalmente a pesar de tener frente a sus ojos la historia.

 

Mi fastidio fue por eso porque sé que, una vez más, ambos pueblos se aprestan a repetir los mismos errores de siempre: amenazas, trifulcas, bravuconería. No obstante saber a qué conducen las posturas que ambos pueblos hoy esgrimen –ya que son las mismas que tuvieron en el pasado, insisto-, los líderes se muestran poco inteligentes para avanzar en la solución del grave problema, que al final de cuentas para eso también los eligió la gente.

 

Desde 1972 a la fecha, los líderes de ambos pueblos han sido incapaces de trascender su tiempo, de dejar en la historia de su comunidad su nombre, que, al final de cuentas, será también el nombre de toda una generación. Así, en el pasado, se han conformado con las ganancias mezquinas que el voto de la gente les aporta; o en el presente, con las pírricas ganancias metálicas que empresas trasnacionales les han prometido a cambio de empobrecer no solo nuestro suelo, bosques, aire, aguas, sino la calidad de nuestras vidas, que nunca jamás será la misma.

 

Entiendo –pero no comparto- las posturas irreconciliables de ambas comunidades, que sienten haber perdido vidas y territorio, por lo que apuestan su resto de orgullo en un asunto que ya no requiere eso, sino pragmatismo.

 

Quizá crean que la gente se opondrá –si la consultan- a sus ideas de llegar a un acuerdo definitivo, de reconciliación, de amistad y paz. No se les ha ocurrido llevar a cabo una consulta popular o plebiscito entre todos sus habitantes. Quizá crean que son más fáciles la agresión verbal, las posturas torpes y amenazas que solo abonan a los intereses particulares de ambos grupos.

 

Si se atrevieran a preguntarle a cada alma pensante de sus comunidades –que, por cierto, abundan- si está dispuesta a seguir en esa lucha de desgaste estéril, estoy seguro de que se llevarían una sorpresa. Lo mismo ocurriría si preguntaran cuántos están dispuestos a matarse por un pedazo de tierra que, como bien dice el vulgo, “no lo vamos a llevar cuando nos muramos”. Pero, en vez de consulta y con ello la horizontalidad en la toma de decisiones, optan por la verticalidad, aquello mismo que dos o tres mentes belicosas creen que debe hacerse para ser respetados en la dignidad, la soberanía y cuantas etiquetas gusten usar.

 

Si viviéramos en una verdadera democracia, la consulta popular sería el camino idóneo y legítimo en ambas comunidades. Solo con el consenso de la gente involucrada se tendría la unidad que los líderes invocan cuando quieren acometer empresas que competen a todo un pueblo. Solo así, de paso, dejarían de injuriar llamando traidor a quien disiente y no está dispuesto a matarse con el adversario, bien porque no posee tierra alguna, bien porque no crea en la promesa de poseerla o porque ya está cansado de ver que solo se enturbian cada vez más las cosas. En suma, un riesgo que ya pocos están dispuestos a correr.

 

La soberbia y prepotencia no son buenos consejeros en la solución de problemas no digamos comunitarios, pero ni siquiera personales e íntimos.

 

En casi medio siglo de conflicto agrario, tengo la sensación de que no hemos avanzado en la dirección correcta, así sepamos todos cuál es esa dirección. Lo mismo visualizo en el otro pueblo, la gente me lo hace saber. Claro, hay pueblos que por cientos de años se han matado por la tierra o por un bien que sienten que se les va la vida si lo pierden. Este no es el caso porque en el territorio en litigio caben muy bien ambos pueblos y aún sobra tierra. Por eso matarse por un orgullo mal asimilado es una verdadera estupidez.

 

Somos istmeños, oaxaqueños, mexicanos; como quien dice, tenemos más elementos de unión que de división. También, por supuesto, tenemos malos ejemplos de pueblos a los que, irónicamente, no dudamos en llamar atrasados. El ejemplo más ilustrativo –excluyendo nuestro estado, adrede- es la guerra a muerte que libran judíos y musulmanes. Ese no es el punto. El punto es que la generación a la que nos estalló en las manos el conflicto –me refiero en ambos pueblos, por supuesto- ¿qué hemos heredado a nuestros descendientes? Ítem más: ¿con qué cara nos iremos de este mundo? No será una de satisfacción, estoy cierto.

 

No soy nadie para convocar, pero sí soy un ixhuateco al que le interesa la paz y el verdadero desarrollo de la gente y de la sociedad. No tengo, además, conflicto alguno de orgullo por ser medio zapoteco y medio huave. Reconozco en ambas etnias mi historia y la de mis antepasados. Estoy encantado de vivir en mi pueblo y tener de vecinos a los de San Francisco del Mar.

 

Por todo lo anterior, exhorto a que los líderes de ambos pueblos piensen por un segundo en lo conveniente que sería convocar a sus ciudadanos para preguntarles si están dispuestos a seguir peleando por los siglos de los siglos con sus vecinos.

 

No, no exagero en decirlo de este modo. Porque si en 43 años no ha habido más que muertes, mucho me temo que seguiremos en esa misma dirección, formando parte de una estadística negra, aquella que dice que del 100% de conflictos agrarios en el país, Oaxaca tiene el 80%. Aquí hasta me dan ganas de invocar a la ignorancia como la causa de ello. Pero no, en estos tiempos no existen pueblos ignorantes ni atrasados; si los hay se debe a que ellos así lo quieren o permiten que así sea.

 

De llevarse a cabo la consulta, con el respaldo de las organizaciones ad hoc, sentaríamos precedente. No solo eso, sino que el gobierno local que se negara a cumplir con el mandado de su pueblo quedaría no solo exhibido y en entredicho con sus habitantes, sino en todas las instancias nacionales, por lo menos. Asimismo, llevaría sobre sus hombros la enorme responsabilidad quebrantada.

 

Yo pienso que ambos pueblos, si son bien nacidos –como pienso que lo son-, no merecen vivir en el Medioevo, que no otra cosa hemos estado haciendo. Es hora de hacer cambios antes de que las trasnacionales y sus testaferros locales y foráneos nos tomen del cogote. Es la riqueza de todos nosotros lo que está en juego y en riesgo de perderse.

 

¿Nos atreveremos a retar al supuesto destino manifiesto de ser pueblos atrasados y estancados en el histórico vil odio tribal generado por el orgullo y la mezquindad? Estoy convencido de que ambos pueblos, si así lo quieren sus habitantes, tienen los tamaños de intentar ese cambio que nos catapulte a la modernidad. Espero que así sea.

Conflicto o consulta: ¡piénsalo!

Juan Henestroza Zárate

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