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1/7/2016

 

El PRI salvó a México de muchas crisis… pero a cambio le provocó muchas otras. En mi última columna (“El PRI desde la derecha” –publicada hace ya varias semanas–) analicé una serie de argumentos que resaltaban el papel del partido del Estado mexicano a lo largo del siglo XX para haberle dado al país sostenibilidad y solidez institucionales. En esta ocasión, para hacer contrapeso a aquella primera aproximación, me trasladaré al otro extremo del fenómeno: una postura crítica del tricolor y sus perjuicios, a la cual denomino “desde la izquierda”. Veamos.

 

El principal logro que los defensores del presidencialismo priista apuntan se refiere a los altos niveles de institucionalidad que obtuvo el país a través de un partido fuerte; sin embargo, muchos de los métodos que esta fuerza política utilizó para alcanzarlos resultaron cuestionables y perjudiciales para la sociedad mexicana.

 

Los fraudes y las irregularidades en los comicios presidenciales fueron tema central desde el nacimiento del Partido Nacional Revolucionario (PNR), antecesor del PRI. Ya desde las elecciones de 1929 –las primeras en las que la nueva institución política del Estado participó en unos comicios– se presentaron irregularidades que llevan a distintos historiadores a calificarlas como fraudulentas a favor de Pascual Ortiz Rubio, candidato del general Plutarco Elías Calles, y contra el oaxaqueño José Vasconcelos, uno de los hombres más prolíficos que ha dado nuestra entidad. La persecución que sufrieron los vasconcelistas –enfrentamientos, encarcelamientos, censura, muerte, entre otros– y el robo y alteración de urnas formaron parte del dispositivo que culminaría en el triunfo del segundo de los tres presidentes del Maximato.

 

Cabe destacar que, desde la promulgación de la Constitución de 1917 hasta 1946, las instancias encargadas de llevar a cabo los procesos electorales y de darles validez fueron la Junta Empadronadora, las Juntas Computadoras Locales y los Colegios Electorales, organismos dependientes de los gobiernos federal y estatales (con lo cual sucedía algo así como si hoy, “hipotéticamente hablando”, se señalara al presidente de México de tener conflictos de interés con un contratista del gobierno federal y, para comprobar que no es así, se asignara a un secretario de la Función Pública que sigue órdenes del titular del Ejecutivo. Lo cual, por supuesto, en nuestro país actualmente no pasa, ¿verdad?). Posteriormente se hicieron algunas modificaciones que, sin embargo, mantuvieron la dependencia del árbitro electoral al gobierno federal, hasta 1990, cuando fue creado el Instituto Federal Electoral como entidad autónoma (véase http://www.ine.mx/archivos3/portal/historico/contenido/menuitem.cdd858023b32d5b7787e6910d08600a0/).

 

El señalamiento de comicios fraudulentos se extendería en distintos momentos del presidencialismo tricolor: pasaría por 1940 con Manuel Ávila Camacho, candidato del Partido de la Revolución Mexicana, evolución del PNR; en 1952 con la elección de Adolfo Ruiz Cortines, ya con las siglas del PRI, y se llegaría hasta uno de los que permanecen hoy más frescos en la memoria de todos los mexicanos: la elección de 1988, el año en que “se cayó el sistema” y resultó electo Carlos Salinas de Gortari (las imputaciones de 2006 entran en otro paquete, por lo menos en cuanto a que beneficiaron a un partido distinto al PRI).

 

Un segundo argumento que incluí en mi artículo pasado fue el que plantea Samuel Huntington en “El orden político en las sociedades de cambio”: gracias al partido de Estado, México no vivió una dictadura militar como las acaecidas en muchos países de Latinoamérica. A este punto viene bien como contraargumento una reflexión que hiciera el escritor peruano Mario Vargas Llosa en el Primer Encuentro Vuelta: La Experiencia de la Libertad, conjunto de coloquios organizados por Octavio Paz entre el 27 de agosto y el 2 de septiembre de 1990 en la Ciudad de México, donde participaron diversos intelectuales nacionales y extranjeros para analizar la historia política reciente y posibles proyecciones futuras a un año de la caída del Muro de Berlín y el ocaso del estalinismo (denominado de manera convencional “socialismo real”):

 

“Yo no creo que se pueda exonerar a México de esa tradición de dictaduras latinoamericanas. Creo que el caso de México, cuya democratización actual soy el primero en celebrar y aplaudir como todos los que creemos en la democracia, encaja dentro de esa tradición con un matiz que es más bien el de un agravante. Yo recuerdo haber pensado muchas veces sobre el caso mexicano: México es la dictadura perfecta. La dictadura perfecta no es el comunismo, no es la Unión Soviética, no es Fidel Castro, es México porque es la dictadura camuflada de tal modo que puede parecer no ser una dictadura, pero tiene, de hecho, si uno escarba, todas las características de la dictadura: la permanencia no de un hombre, pero sí de un partido, un partido que es inamovible, un partido que concede suficiente espacio para la crítica en la medida en que esa crítica le sirva; le sirve porque confirma que es un partido democrático, pero que suprime por todos los medios, incluso los peores.

 

“Una dictadura que, además, ha creado una retórica que la justifica, una retórica de izquierda, para la cual a lo largo de su historia reclutó muy eficientemente a los intelectuales, a la inteligencia. Yo no creo que haya en América Latina ningún caso de sistema de dictadura que haya reclutado tan eficientemente al medio intelectual sobornándolo de una manera muy sutil: a través de trabajos, a través de nombramientos, a través de cargos públicos… sin exigirles una duración sistemática como hacen los dictadores vulgares; por el contrario, pidiéndoles más bien una actitud crítica porque esa era la mejor manera de garantizar la permanencia de ese partido en el poder (…) Esa es una dictadura. Puede tener otro nombre: una dictadura muy sui géneris, muy especial, muy diferente, pero tanto es una dictadura, que todas las dictaduras latinoamericanas, desde que yo tengo uso de razón, han tratado de crear algo equivalente al PRI en sus propios países.

 

“Al igual que las otras dictaduras latinoamericanas, fue incapaz de traer la justicia social. No creo que se pueda decir que en México haya una mejor distribución de la riqueza que en el país promedio latinoamericano. Creo que las desigualdades son tan grandes y originadas por las mismas razones: de injusticia social, de corrupción”.

 

El contexto de esta disertación bien vale para un artículo completo: se dio antes de cumplirse la primera parte del sexenio de Carlos Salinas; diez años antes de que México viviera la primera transición en Los Pinos, es decir, con el modelo de partido hegemónico totalmente vigente; en Televisa, soldado del PRI, y en una mesa con la presencia de intelectuales cercanos al poder en México (véanse las expresiones de molestia de Paz durante la intervención del peruano): un clima de cerrazón política, característico del tradicional estilo priista de gobernar.

 

Un tercer argumento contra ese partido fuerte del Estado fue su mano dura para someter a las voces críticas de un sistema con tintes autoritarios. El 68 de Tlatelolco, el 71 del Jueves de Corpus y la guerra sucia a lo largo de la década del 70 –principalmente pero no los únicos episodios a considerar– muestran ese sello intolerante del priismo duro que educó a los mexicanos durante tantas décadas, más que cualquier otro partido en Latinoamérica.

 

Este último aspecto es precisamente el cuarto contraargumento: el país tuvo que esperar 71 años para tener a un partido distinto al del Estado en cualquiera de sus tres facetas en Los Pinos. Y no es que precisamente Vicente Fox y el PAN hubieran representado el proyecto político más esperanzador para el siglo 21, sino que los mexicanos, cansados de un sistema político antidemocrático, optaron por echar al PRI a costa de lo que fuera… consecuencia que se pagó y mostró que no basta simplemente con deshacerse de un modelo dañino sin estructurar uno más adecuado (muestra de ello fue que dejaron al que muchos pensamos que era el presidente más incompetente que podía tener México, hasta que volvió el PRI en 2012).

 

La corrupción, el tráfico de influencias y el clientelismo, si bien también formaron parte constitutiva de la forma de gobernar del PRI antes del 2000, no se remiten solamente al tricolor, así que vale la pena nombrarlos como características compartidas con los otros partidos nacionales.

 

En algún momento hay que terminar este escrito, así que decido dejarlo hasta aquí –porque tratar de abarcar todos los puntos críticos hacia este partido exigiría varios cientos de páginas–. Estas propiedades formaron parte del PRI hasta que perdió por primera vez las elecciones nacionales, en el 2000, momento en que el sistema político mexicano transitó de uno de partido hegemónico a otro multipartidista moderado (esto, siguiendo la clasificación de sistemas de partidos de Giovanni Sartori). Usted evalúe, estimado lector, si estas características siguen vigentes en el tricolor, donde, a decir de algunos de sus sectores, hoy forman parte de su prehistoria, y actualmente lo que existe es un nuevo PRI. ¿Usted lo cree?

El PRI desde la izquierda

Michael Molina

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