A veces pienso que exagero por sentirme un ser privilegiado solo por haber nacido en Ixhuatán, uno de los muchos pueblos del Istmo de Tehuantepec del estado de Oaxaca. Ello porque estoy consciente de que todas las personas sanas y felices deben de sentir lo mismo por haber nacido en donde nacieron: un pueblo, una ciudad, un barco en alta mar o un avión en el aire.
He intentado definir mi acendrado orgullo de ser nativo del pueblo de Ixhuatán con el paso de los años. Para ello he tenido que explorar varios escenarios, a saber: familiares, étnicos, históricos, políticos, sociales, religiosos, ambientales y/o geográficos, etcétera.
Niño, conocí los afectos y defectos de mis padres, quienes a su vez eran fieles seguidores de las enseñanzas de sus progenitores. Fue la mía una infancia que trascurrió en medio del monte –por no decir bosque- en un rancho, Paso Mico; a orillas del río Ostuta, que sigue murmurante y lleno de peces, garzas y patos en mis recuerdos; entre el calor sofocante, los nortes fríos o las lluvias torrenciales.
Muy pronto me introdujeron mis padres no al trabajo infantil explotador, sino a aprender a ser responsable llevando a cabo tareas sencillas, como acarrear agua del río –distante una cuadra de la casa-, asear el enorme gallinero y dar alimentos a las aves de corral; acarrear de los rastrojos –junto con mis padres y hermanos- jitomates, sandías, melones, pepinos, frijol, mazorcas, calabazas; acompañar a mi padre a sembrar en las tierras de chahuites –de las mejores del mundo-; a cazar con la Winchester pijijes, chachalacas, iguanas –guelas no porque no eran muy consumidas en ese tiempo- y conejos; pescar con anzuelo en el río y lavar allí mismo el maíz en la pichancha de barro y molerlo en casa en un molino manual; conducir el ganado vacuno, en el estiaje, a que tomara agua en el río o ayudar a traspasarlo a otro potrero durante las lluvias; tener cuidado de las plantas y animales venenosos, que nos enseñaban evadir; conocer los caminos como la palma de mi mano y confiar en mis vecinos ta León, Lencho, ta Evaristo, ta Yencho, na Vicenta, Chente, ta Toy, los hermanos Carrasco, los hijos de don Melquiades, etcétera. Mientras se hacía todo eso, uno aprendía el cómo, el cuándo y el por qué hacerlo. Respetar a los mayores era la mayor divisa.
Aunque malhumorado, mi padre fue para mí un excelente maestro porque no solía repetir dos veces la misma orden, por lo que me vi obligado a aprender con la primera. De mi madre aprendí muy bien –ella sí repitiéndome las órdenes- aquellos asuntos relacionados con la economía y la buena administración y manejo de una casa, lo que me sería muy útil cuando emigré a la ciudad, a donde recalaron conmigo mis hermanos y juntos constituimos una familia siendo yo, el primogénito, la cabeza de ella.
Otros menesteres los aprendí al convivir con mis vecinos del rancho, niños como yo –Javier, Jorge, Marina, Chico, Daniel, Pedro-, sin que ninguno de nosotros calificáramos como léperos. No era ingenuidad la nuestra, aclaro, sino que aplicábamos en nuestra vida, con mucho temor, lo aprendido. A la mala intención o malicia la conocí en contados compañeros de la escuela primaria de Ixhuatán, igual que la burla y el escarnio. Mis vecinos del pueblo, por su parte, me enseñaron asuntos relacionados con la sexualidad, cierto que de una manera nada ortodoxa, pero, como dice el dicho: “Peor es nada”.
Un mozo de mis padres, Andrés, me introdujo al mundo de la música, de sus letras y lo que ellas significaban, no porque me las explicara, sino porque, de tanto repetirlas, me obligaba a prestarles atención y pensar en ellas, muchas veces, lo confieso, poniéndome triste porque eran canciones de desamor, traición y crímenes; rancheras, corridos y boleros, por lo general. Me pasó lo mismo que le ocurre ahora a la juventud, que, a fuerza de escuchar cien veces una canción, esta finalmente se queda para siempre en sus cerebros.
Andrés también me relataba sus cuitas y fantasías amorosas, así como las mil maneras –es un decir- de cómo enamorar a una mujer y/o saber que uno era amado por una. Me aconsejó que en casos muy difíciles se podía hacer uso de los sortilegios de las/los chamanes, de la magia blanca y, de fallar esta, incluso recurrir a la magia negra, sin importar que en la conquista participara el diablo. En esa época, durante la feria de la Candelaria llegaban a vender libros de ambas magias, lo que exacerbaba mi curiosidad por lo que los rondaba allá en el puesto de en medio o centro.
La casa que siempre se presenta en mis sueños es la del rancho: una de tejavana con piso de tierra apisonada, herencia de mis abuelos paternos. La otra casa aferrada a mis querencias es la de mi abuela materna, Tina Amador, ubicada frente al parque municipal de Ixhuatán. En ella viví periodos que abarcaron desde recién nacido hasta el segundo grado de escuela primaria, tiempo suficiente para que mi abuela se me convirtiera en la figura más importante en mi formación, no solo por su torrencial afecto y respeto irrestricto a mi sensibilidad de niño, sino por sus lecciones de entrega altruista e incondicional al prójimo, demostrado en su trabajo de partera empírica.
Mi abuela fue también rezadora –la mejor para mucha gente- y de tarde en tarde interpretaba el Oráculo de los destinos. Quizá a este consultó para saber qué sería de mi vida cuando fuera grande, respuesta que la empujó a profetizar –en mi primer día de escuela primaria, cuando me llevaba llorando porque iba contra mi voluntad- que yo sería médico.
Primero fui trasplantado a una pequeña ciudad, Juchitán. Allá nunca me hallé del todo no por culpa de los nortes que soplaban allí muy fuertes, que metían tierra a mis ojos y boca, sino porque añoraba a mis amores platónicos de la primaria y mi escuela Emilio Carranza, las atenciones de mi madre, mi casa -donde hubo altar con santos y retratos de familiares difuntos-, la convivencia con mis hermanos, los juegos nocturnos con mis vecinos, las calles arenosas transitadas por la gente, carretas, caballos y animales de todo género. Asimismo, el parque y su quiosco, a donde iba todos los días en el tiempo que viví con mi abuela, aunque en mi adolescencia me alejé de él tanto que el 11 de este mes, cuando lo crucé, lo sentí extraño, hasta un tramo en que de golpe el peso de los recuerdos me detuvo para contemplarlo. Llevaba años de mirarlo solo de lejos.
Acudió a mi memoria el otro parque con sus bancas de concreto, árboles de robles, caobas y cocoteros, estos sembrados por Manuel Carrasco y Noé Zárate en 1949. Ya no vi el único cedro que por años estuvo allí en una esquina. Recordé que en el trienio panista lo echaron abajo so pretexto de que estaba seco cuando, en realidad, cada año el árbol quedaba sin hojas en el invierno, y el carpintero o los carpinteros que beneficiaron su madera bien que lo sabían.
Llegó el día de irme más lejos, al DF. No fui el primero en salir del pueblo, antes de mí ya se habían ido muchos otros, todos ellos –excepto uno que otro- se adaptaron pronto en la ciudad a tal grado que muchos lograron hacer una profesión, tener un trabajo y ocupar una buena posición social, lo que era comentado por todos en el pueblo y hacía envidiar a los padres con hijos en edad de emprender el vuelo, entrándoles también terribles ganas de competir.
“Quince años tenía Martina/ cuando su amor me entregó…”, decía la canción en las bocas de Irma Serrano o el Charro Avitia, que luego Andrés repetía. Yo salí de Ixhuatán a esa edad. Arrimé mi barca a un puerto seguro: aquel que me ofrecieron mi tía Adelaida y sus cuatro hijos, todos ellos con profesión y trabajo. Inicié la travesía con tan buenos vientos y augurios que hice la carrera de médico sin padecer mayores problemas, solo con aquellos que tienen que ver con los sentimientos y emociones en busca de un acomodo propicio.
Fue en la ciudad donde añoré la libertad dejada en el pueblo –aquella que me permitía ir a todas partes y a todas horas sin temor alguno-, calibrar las dificultades para hablarle de amor a una mujer, ya que ninguna sabía –como sí lo sabían en el pueblo donde nunca me atreví- qué madre me parió ni qué padre me engendró. Ser uno más en aquella inmensidad me obligó a recordar a mis anchas mi pueblo –un poco fugándome de mi realidad-, el cual permanecía pintado en mi mente cual paisaje de Corot, coloreado no solo por el sol, sino también pintarrajeado por la música de los tocadiscos de don Vidal Ruiz y los dos Alfredo: López Lena y López Toledo.
También cobró importancia para mí el recuerdo del viejo templo derruido de la Candelaria, no obstante no ir nunca al catecismo, mucho menos a escuchar misa, lo que orillaba a ser librepensador (estas dos omisiones fueron la máxima libertad que los padres en Ixhuatán otorgaban en aquel tiempo a sus hijos, quizá sin ellos saberlo). Me di cuenta de nuestras costumbres y el modo en que usábamos el idioma zapoteco, a veces en maridaje –con separación de bienes de por medio- con el castellano; también tomé conciencia de que mi familia tenía sangre zapoteca y huave, no obstante sentirse incómodo por ello.
Cada año, La Semana Santa me hacía suspirar –por no poder estar en Ixhuatán en sus “placitas” de los viernes o en el panteón con los difuntos el Martes Santo- de solo imaginar esas estancias bajo un cielo espectacular con luna y rasgueo de guitarras y cantos de los trovadores. Recordar el mar muerto y el mar vivo de Aguachil me generaba otras saudades. Jamás otras travesías tenidas en mi vida han igualado el encanto de aquellos viajes en carreta de madrugada a la playa, casi siempre bajo el sereno rociado de aromas de flores silvestres donde sobresalía el de la azucena, sazonado con luz de luna. La alberca olímpica –donde nadé con amigos algunos sábados- no me hizo olvidar las pozas del río Ostuta, donde nos lanzábamos clavados. Tampoco la mejor avenida arbolada citadina sepultó en el olvido aquellos caminitos que cruzaban el pueblo y aligeraban el caminar.
En el destierro reconocí también la grandeza, reciedumbre y optimismo de mi gente, lo que los hacía seguros de nosotros mismos. “La tierra de los dones” llamó de manera acertada y poética el maestro Flavio Gutiérrez Zacarías no solo a los fundadores de Ixhuatán, sino a la tierra misma. Excepto unos contados ricos que pusieron servidumbre a sus hijos o fueron ellos mismos a cuidarlos, los más de los padres se concretaron con mandarlos a la ciudad, eso sí, lleno el equipaje de buenos y correosos consejos, entre ellos, este: “Bueno, pues, tú a lo que vas, a estudiar, no a abrir la boca porque, si no sirves para estudiar, aquí te estará esperando la chinga bajo el sol”.
Así fue como muchos nos forjamos con la ayuda de parientes, paisanos y amigos. Otros lo lograron solos, siendo estos los más sufridos y fuertes, así tuvieran fama de desvalidos sociales que solicitaron al ayuntamiento un acta de pobreza.
Solo en tres ocasiones mi madre nos visitó en la ciudad, mientras que mi padre lo hizo una sola vez, de manera urgente y extraordinaria, siendo yo el motivo de su visita. En vacaciones, en casa, yo daba pormenorizada cuenta de los avances o retrocesos familiares, alarmando o alegrando a mi madre según el tipo de noticias que le diera. Confiaban mis padres en mis parientes, primero, y, después –cuando nos pusimos a vivir todos sus hijos en una casa-, en mí, tanto que nunca se planteó que uno de ellos o alguien más fuera a cuidarnos. Al parecer, las experiencias habidas en el pueblo los hacían pensar que, si otros padres habían sido exitosos con sus hijos de ese modo, ellos no tendrían por qué no serlo.
Aquella época me dejó una canción de 1969: “Qué será”. Con ser ella italiana, me recuerda cuando salí del pueblo: https://www.youtube.com/watch?v=ccycAUnttKg. Más tarde sumaría a mi biografía esta otra canción: “Pueblo blanco”, española: https://www.youtube.com/watch?v=2mqflL3bK5s. A ellas asocié más tarde “Pueblo en vilo” (1968), de Luis González y González (1925-2003), fundador de la microhistoria en México, libro que me inspiró a escribir el primero de los míos, “Ixhuatán: Las hojas de su historia”.
Con todos estos elementos aquí esbozados, díganme si no tengo razones para sentirme un pueblerino orgulloso de mi pueblo, de mis raíces y de mi gente.