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Entre más envejezco, más temeroso me miro, y no me agrada. Pudiera deberse a que con los años voy perdiendo capacidades físicas, psicológicas, mentales, morales, etcétera. También es posible que se deba a que ya me acostumbré a vivir en una zona de confort que me impide arriesgar mi estabilidad. Ya estoy, pues, viejo, domesticado por el sistema, cosa que no me desagrada del todo, lo confieso. O, como acostumbran decir los viejos de mi pueblo: “Ya comí bastante maíz”. Ya soy, pues, prudente.

 

Viejo de 60 años, ahora gusto de las coincidencias, del azar y de aquello que llaman destino y me ha tocado experimentar. Me alegra saber de todas y cada una de las cosas de las que he sido testigo, ajenas a mí, es cierto, pero ocurridas en mi tiempo y circunstancia y sentimientos.

 

Poseo fechas solo para mí significativas e importantes; acontecimientos que me cimbran y hacen que mi vida cambie de rumbo. Me he teñido de colores variopintos que otorgan los desamparos, olvidos y presencias obtenidas. Me he empapado de sabor plañidero, serio o riente; impregnado de olores saltarines, bizcos y sui géneris. Me he saturado de sonidos inauditos e intuiciones absurdas que han forjado el que ahora soy, ni loco ni cuerdo: yo. Un yo que a veces, lo confieso –y como lo expresó Gabilondo Soler al hablar del chorro de la fuente- se hace grandote y se hace chiquito.

 

Sí, lector, me desplazo cual planeta que lo hace por el universo, de uno a otro confín desconocido, el cual deja de ser móvil e infinito, en cuanto lo pienso y existo, sumergiéndome en él en busca de explicaciones, las que nunca hallo a mi entera satisfacción.

 

Contemplo la vida cual si fuera mariposa que detiene su vuelo en la flor, ajena ella a sus efectos que le hemos atribuido en la hechura del caos.

 

Cultivo experiencias, cosas acaecidas a mí o a cualquier otro, sin cuya ocurrencia la vida –propia y ajena- sería distinta a como me parece lo es. Todo ello, lo sé, cosas que a ojos de cualquiera son insignificantes, banales, minúsculas, pero que mi imaginación transforma en trascendentes. Palimpsesto de la vida de alguien más que dejó su impronta en mí o quizá en mis sueños.

 

Me gusta vivir el eterno instante que me atraviesa, me toca o me susurra algo, si no al oído, sí a los sentimientos, a esta terca manera de vivir mirando en torno mío puras despedidas y caos.

 

He atisbado la muerte en mis sueños, añorado la suerte del suicida, amado la santa guerra contra sí mismo del neurótico, admirado de la ecuanimidad del bien, transfigurado en alguien cercano. Sí, entiendo, ya me lo han dicho: no soy filósofo ni loco ni poeta, sino simple hombre viejo que va llenando de absurdos su mundo, como si este mismo no lo fuera de por sí.

 

Todos los días tengo cita con el recuerdo, quiero decir, con un pasado que a golpes de instantes se hace presente: coloquio del tiempo que me confirma que este nunca se va. Un recuerdo que persiste como una mancha roja en la blancura de una tela; como una lágrima que, cuando se renueva –removida por el dolor o el placer-, nos recuerda que es la misma de siempre, así sepa distinta esta enésima vez que, por repetida –el hecho, no la lágrima-, tampoco es la misma.

 

Sí, estoy viejo, y lo celebro –no me queda de otra, dirán muchos-, igual que me emociono si, al pensar una palabra equis, se lo oigo decir a alguien más en la calle o en cualquier otro medio al mismo tiempo. Me gusta mi extraordinaria suerte –buena o mala, no lo sé- por haber nacido justo el día que nací y conocer a quienes conocí y aún conozco.

 

¿A qué viene todo esto? A que en los últimos días un acontecimiento ha estremecido a esta parte del mundo, atropellando de paso, inmisericorde, a mi yo inválido y oscuro. Ha ocurrido en Paris esta vez, como ayer en Nueva York y más ayer en Sarajevo. Hoy hace justamente una semana del  atentado cuatro caricaturistas que perdieron la vida por sus burlas ácidas, irrespetuosas, absurdas en apariencia, pero que sin ellas esta parte del mundo, Occidente, no estaría ahora mismo temblando, amenazada por los demonios que él mismo forjó en los otros que etiquetó como enemigos. O no tendría servido –cual manjar exquisito- el pretexto idóneo para atacar a esa otra parte que no comulga con sus políticas de saqueo y guerra.

 

No se engañe nadie, todos esos políticos que mueven los tinglados del mundo y que el domingo 10 se reunieron en París –ellos solos por separado, no unidos a lo que se llama pueblo, según lo documentó Le Monde y las redes sociales llamaron hipocresía- no solo defienden la libertad de expresión, caro a sus planes, sino principalmente sus intereses imperialistas y hegemónicos. Solo así se entiende que estuviese allí gente que supuestamente no puede verse ni en pintura. “Poderoso caballero es Don dinero”, dijo Quevedo no sin razón. Sí, a pesar de que ahora mismo es políticamente correcto decir: “Todos somos Charlie Hebdo”. Y no, por supuesto que no todos lo somos porque la uniformidad es totalitarismo.

 

El mundo se sacude hoy lo mismo que ayer y que en el Medioevo, por ejemplo. Siempre ha sido así, no hay por qué extrañarse. Lo único que cambia son los tipos de crisis y/o cataclismos. Hoy, la economía global, aquella que preconiza  los beneficios a los ricos y las pérdidas a los pobres, da señales de agotamiento. Aunado a la desigualdad brutal y a la sobrepoblación, entre otros muchos factores, lógico es que el mundo se convulsione en busca de nuevos equilibrios.

 

El capitalismo –etiquetado por algunos de salvaje- no ha sido capaz de subsanar el lento crecimiento económico global, lo cual ha repercutido en los bajos precios del petróleo crudo, que actúa como bola de nieve ladera abajo.

 

Hasta ahora, el hombre no ha encontrado mejor alternativa que las revoluciones –entiéndase guerras- para estabilizar el caos que provoca la ambición de poseer lo material. Las potencias, en sus juegos económico-políticos, equivocan los movimientos y, si bien es cierto en otro tiempo no repercutía gran cosa en ellos, ahora el error se les revierte con mayores pérdidas.

 

Lo que son las cosas, originalmente había pensado destinar esta colaboración a expresar mi sentir y pensar respecto del trabajo de Michael Molina en torno a mi libro "Ixhuatán: Las Hojas de su Historia". Por semanas esperé impacientemente que terminara de publicar sus tres entregas en este mismo sitio para poder hacerlo. Solo que, al pasar de los días, transité por estados de ánimo diversos que me obligaron a decirme: “Ya no hay nada más que agregar. Todo ha sido dicho por Molina”.

 

Sí, todo lo importante que un excelente lector puede encontrar en un libro –que, al parecer, lo sorprendió en más de un sentido- lo escribió Molina en su trabajo. Explayarme en ello no sería más que petulancia mía.

 

Solo me resta agradecerle a Michael Molina sus comentarios, apuntes, historiografía o análisis, como se prefiera llamarlo. Es el primero –después de más de 17 años de haber sido publicado mi texto- en expresar por escrito su pensar del mismo. ¡Enhorabuena! Ah, decirle también que estoy muy contento de ello.

Oscuridades

Juan Henestroza Zárate

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