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12/11/2015

 

El poeta ixhuateco llegó a casa al anochecer del 31 de octubre con su criatura recién nacida en la ciudad de Tuxtla Gutiérrez, en donde él vive y trabaja. No vi si la traía bajo el brazo –como suele decir el lugar común– o en la mano, ya que, fiel a la estirpe, la criatura era ligera de carnes –como casi todo poemario lo es–, como quien dice, es más huesos, sudores, lágrimas, sangre, besos y restos de emociones de todas calidades.

 

A pesar de que el poeta y yo desde junio teníamos una cita pendiente, verlo parado ante mi ventana me causó sorpresa, la que de inmediato nos iluminó con sendas sonrisas. Recién duchado, le pedí me permitiera acicalarme; me preparaba para asistir a un velorio de un primer todos santos. No era aquella una noche de brujas, sino una mandada hacer para recordar a los difuntos –las mujeres enfrente de los altares cuajados de frutas, alimentos, flores y bebidas, y los hombres afuera en el corredor, en círculo, ambos grupos charlando– mientras en el cielo las nubes corrían llevadas por el viento dejando a ratos entrever la luna, que en todo octubre no pudo lucirse.

 

Recibí al poeta con un apretón de manos y lo hice pasar a la sala de espera de mi consultorio. No hablamos de los velorios de esa noche ni los del día siguiente, sino que él de inmediato me hizo entrega de su poemario, lo que me hizo pensar que llevaba prisa o a que nos conocemos poco (era la tercera vez que nos veíamos en 10 meses).

 

El poeta y yo nos hicimos amigos en Facebook antes de conocernos personalmente, en diciembre pasado. Por ese medio nos reconocimos parientes. Entonces él se hacía llamar A. Antonio Vásquez, y hasta ahora no sé si se llama solo Antonio o es que tiene otro nombre. De la cuarta de forros de su poemario obtuve estos datos: “A Antonio Henestrosa. San Francisco Ixhuatán, Oaxaca (1976), estudió la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación, en la Universidad Autónoma de Chiapas (UNACH), así como cursos de Literatura. Actualmente se desempeña como catedrático en la misma universidad. Su incursión en los medios de comunicación lo ha llevado a publicar ensayo, artículo periodístico, cuento y poesía”. Añado que somos compañeros en PANÓPTICO IXHUATECO.

 

La generosidad del poeta A. Antonio quedó de manifiesto al obsequiarme tres libros: el mío y dos más para que yo los obsequie a quienes desee. Le pedí autografiara mi libro, así como los otros dos, y le proporcioné los nombres de dos de mis amigos, poetas ambos. Por mi parte, le obsequié, autografiado, mi segundo libro, prometido en junio: “¡Adiós Café!”.

 

Una vez terminó el protocolo de los obsequios y autógrafos mutuos avasallé al poeta con una charla de esas que al final, cuando me quedé solo, me vino a la mente si había hecho bien o mal. De cualquier manera, la duda no duró mucho tiempo porque pensé lo mismo que en similares ocasiones he pensado: cada quien es como es y no hay nada que se pueda hacer.

 

Ido el poeta no pude resistir la tentación de ojear u hojear –las dos maneras son correctas– el poemario, antes de asistir al velorio ya dicho. Ya tenía conocimiento del poemario porque el poeta nos lo había enviado en archivo PDF a los que escribimos en PANÓPTICO IXHUATECO. Como le ofrecí leerlo y externarle mi opinión y no le había cumplido, esa noche de su visita no solo me disculpé con él, sino que se me ocurrió escribir algunos comentarios en torno a la obra. Así que, a resultas de mis lecturas, me voy a permitir escribir lo que el poemario “Tangu yú” –muñeco de barro, en lengua zapoteca– me sugirió.

 

Llama mi atención que el poeta use dicho vocablo, lo que me hace pensar que con él busca mostrar su estirpe, su pertenencia a la raza zapoteca. Él nos informa que con esa canción de cuna recuerda a su madre y abuela materna (a esta última le dedica el poemario –el cual divide en dos grandes partes, las que a su vez contienen poemas de distintas extensiones, que, sumadas, hacen un total de 63 distribuidos en 82 páginas–).

 

Cada vez que un escritor o poeta ixhuateco utiliza vocablos en zapoteco me pregunto: ¿por qué siempre rehuí hacerlo en mis inicios? ¿Avizoré algún tipo de ventaja en ello que me lo impidió? ¿Sentía vergüenza de que se me tildara de indígena?

 

Al paso del tiempo comprendí que al escribir en una lengua que no se conoce, así sean vocablos sueltos, se estará siempre expuesto a errar. Ello me lo dejó patente mi amigo Manuel Matus después de que leyó mi primer libro, en donde existen vocablos zapotecas mal escritos. Y, aunque me defendí de su observación al decirle que me apegué al “Diccionario zapoteco del Istmo” de Velma Picket y colaboradores –como en efecto fue-, no dejé de sentirme incómodo cuando años más tarde, al estudiar la escritura de la lengua zapoteca, me vine a dar cuenta de que algunas palabras las escribí tal y como las hablaban en el pueblo, principalmente en mi casa, lo cual distaba de ser la correcta, no porque mi padre no hablase un excelente zapoteco, sino por cómo oía yo las palabras.

 

En mi travesía por el primer poema, que da título al libro, creí ver la influencia del poeta chiapaneco Jaime Sabines (1926-1999), no en la factura, sino en el aliento. Ello es posible ya que un poeta novel no puede esquivar sus lecturas –y el poeta ixhuateco vaya que se nota que ha leído mucho- y la influencia que ellas le dejan. No hay nada de malo en ello, además. La originalidad llega a manifestarse con el paso del tiempo, conforme se brega por tomar en cuenta una sola voz: aquella propia sin importarnos nada más. Para que el poeta logre traducirse tiene que enfrentar todo un proceso que requiere de lecturas y escritura permanentes.

 

La lectura de “Tangu yú” me sugiere más que me dice, lo que es de celebrarse. Jamás coincidirán autor y lector, este tiene que reinventarse el libro. Eso fue lo que hice. Así, la grafía (:), con la que varios poemas dan inicio, me hizo imaginar que estaba ante el final del poema o bien que este estaba trunco. En realidad eso no importa, es como un cuadro en el que cada quien ve en él lo que quiere ver. El encontrar escasas comas y ningún punto ni letras mayúsculas me hizo pensar en viejas vanguardias. En “Tangu yú” quizá había tanto que decir, por lo que el poeta se vio precisado a decirlo pronto. El lector, así, suelto por el poema, imagina lo que mejor quiera. Así yo ante estos versos del poema dos: “porque de allá vendrán las sombras / con todos sus tentáculos para abrazar nuestros recuerdos”. O estos otros del poema tres, correspondiente a “De lo ufano, todo”: “: entre tu mirada y mis palabras / entré a tu mirada / y mis palabras enmudecieron / tu sonrisa lo dijo todo / de la noche no dije nada”.

 

Cada uno de los poemas tiene su propio ritmo, y cuando parece que se extravía en el camino el lector le presta el suyo, interactuando con él. Un ejemplo es el poema seis de “Tangu yú”: “: andarás por el mismo camino de todos / la abuela me susurro al oído / la comadrona Na’ Tina Amador / me levantó en vilo / me ofreció a la vida / el llanto de mi madre apretaba mi futuro /  su futuro / nuestro futuro / a unos cuantos pasos de ahí / el río sosegaba el rumor / un padre a hurtadillas se olvidaba de mis días / así aprendimos a ser trashumantes / ella, de mis pasos mudos / yo, de la estirpe y de la palabra”.

 

Sí, el dolor de una media orfandad cintila en los versos que el poeta plasma en algunos poemas. Aun así no corre el riesgo de hacer de ello un desahogo o catarsis, sino una manera, siempre poética, de decir sus emociones. El pudor también participa, quizá sin querer. Aun así se ve compelido a usar “el morral lleno de palabras / dispuesto a cultivarlas / a la primera señal de nubes borrascosas”, como dice en el poema siete de “Tangu yú”.

 

Ya entrado en su interioridad, que el poeta muestra en sus otros poemas, que lo delatan como un ser memorioso, sentimental y a ratos dolido de su existencia –porque no hay poeta de buena factura que no lo parta en dos la vida: el que es y el que sueña ser–, nos conduce a conocerlo en sus orígenes zapotecas, apoyado en un epígrafe poético de otro poeta ixhuateco, Manuel Matus (1949), cuando abre el poema cuatro de “Tangu yú”, así: “: somos / la sílaba primerísima / la metamorfosis de Bacaanda”. Ambos poetas en tales poemas, quizá sin saberlo, son deudores de Andrés Henestrosa, quien escribió en “Binigundaza”: ‘Y fue entonces cuando, mezclados de pavor y de locura, en todos los pueblos zapotecas celebraron ceremonias fúnebres, erizadas de sacrificios, revueltos con danza y canto cuya letra imploraba su conversión en trastos, al mismo tiempo que rompían otros’ (“Los hombres que dispersó la danza”, 1997).

 

Sin duda los poemas de “Tangu yú” no son nada fácil de asimilar y disfrutar en una primera lectura. En él hallamos al poeta librando su propia batalla no solo con las palabras y el lenguaje, sino con la unidad misma del poemario. A ratos parece que se pierde para más tarde salirnos al paso, azorado.

 

A mí los poemas de amor son los que más me gustan porque me insinúan más. Este, un amor vislumbrado, presentido, imaginado, nada que ver con aquel otro amor de realizaciones concretas. Quizá sería mejor decir un proyecto de amor. Así siento estos versos del poema cinco, “De lo ufano, todo”: “: despertamos / como quien dice sol y amanece / sedientos de la noche / necesitados de la vorágine / hambrientos de sábanas húmedas / y almohadas en el suelo / despertamos / soñando que todo es cierto”.

 

El poemario fue editado por la Unach e impreso en julio de este año y próximamente será presentado en dicha institución. Yo espero que A. Antonio siga en la ruta creativa que se ha trazado, a sabiendas de los peligros que entraña –en México y en cualquier parte– escribir poesía. Enhorabuena.

Un poeta ixhuateco

Juan Henestroza Zárate

Tomada de Facebook

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